jueves, 27 de mayo de 2010

Pobres madres (¡y padres!) (Columna Bajo la Sombra del Olivo-Página Siete-27/05/10)

¿Cuándo es que la crianza de los niños se convirtió en una operación logística y financiera de complejidad sobrenatural? ¿Alguien me lo puede explicar? Entre las clases de baile, de tenis, de fútbol, de tae kwon do, de karate, de natación, de bicicrós, de pintura, de piano, de guitarra, de batería y de cien mil otras disciplinas, deportes, hobbies y artes, supuestamente imprescindibles para la correcta educación de nuestros hijos, la vida de los padres se ha vuelto un vía crucis de lunes a domingo.

Quedan exentos de compartir éste lamento las familias cuyos hijos tienen más de veinte años y se las baten solitos. Aprovechen, les digo, pues pronto llegarán los nietitos, y con ellos el ajetreo del que ni los abuelos se salvan. En serio. Si a las clases de todo le sumamos los benditos cumpleaños y lo multiplicamos por la cantidad de hijos pequeños, la cantidad de citas y compromisos por cumplir puede llegar a niveles absurdos. Nomás los cumpleaños, son por sí solos un racimo interminable. Lógico, haga usted las matemáticas de la cantidad de compañeritos de curso, compañeritos de las clases de una u otra cosa, los primitos y los hijos de sus amigos, y comprenderá fácilmente como la vida social de un infante de cinco años puede ser tan intensa como la de un embajador.

Para cumplir con esas apretadas agendas de manera holgada, harían falta dos niñeras y dos autos extras con sus respectivos choferes, pero claro, como el noventa y nueve punto nueve por ciento de la gente no tiene esas posibilidades, pues entonces hay que bancarse los correteos y desdoblamientos múltiples que todos los miembros del hogar deben realizar para cubrir todos los eventos. Si el trabajo de madres y padres es ya de por sí estresante y absorbente, a eso hay que agregarle la tensión que generan las idas, las venidas, las llevadas, las recogidas y las acompañadas.

La vida cotidiana de la clase media más o menos acomodada, por describirla de alguna manera, se ha ido convirtiendo en un infiernillo operativo que ha succionado y ha hecho desaparecer el escaso tiempo libre que tenían los padres para sí mismos. Pero ojo, eso no es todo; los adiestramientos, los radiotaxis, los regalitos de cumpleaños y los mil y un gastos colaterales, son un presupuesto aparte que no guarda relación con los ingresos de la gente normal. Así es la cosa cuando hablamos solamente de que nuestros hijos asistan a las ágapes, pues cuando llega el turno de ofrecerlos, la tendencia dicta que hay que mandarse unos fiestones de doscientos personas (con papás incluidos) que pueden costar casi como un matrimonio. Un verdadero sinsentido.

Asusta pensar en las enormes diferencias entre nuestra infancia y la de nuestros hijos. Vengo de una familia y de una época en la que nunca necesitamos de ninguna clase para aprender a jugar fútbol; mis recuerdos de fiestas de cumpleaños son escasos, seguramente porque eran ocasiones realmente especiales que no se repetían automáticamente ad infinitum. Sin televisión por cable, sin dividís, sin consolas de juegos y a veces sin ni siquiera un aparato de música, nos las arreglamos siempre para ocupar nuestro tiempo de manera sencilla y creativa con los vecinos y amigotes del barrio. Oiga, ¡y no salimos tan mal!

Algo raro ha pasado, que nos debería llevar a reflexionar si esto que para algunos es desarrollo y prosperidad, no es en realidad una trampa mortal.

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