domingo, 16 de mayo de 2010

Nacionalizaciones: cuando no alcanza la buena intención (Análisis Paginas Centrales-Página Siete-16/05/10)

La nacionalización podrá convertirse en uno de los grandes legados históricos del actual proceso constituyente, o por el contrario, podrá ser la principal causa de su desgaste y del surgimiento prematuro de una ola restauradora. Por el momento, la balanza está inclinada hacia el lado negativo, para beneplácito de liberales ortodoxos y otras fieras con olfato para los negocios donde hay tajada. Son éstos los que se alegran frente a las señales de una mala gestión de las nacionalizadas, y empiezan ya a frotarse las manos ante la posibilidad de un escenario propicio para privatizarlo todo nuevamente. No sé cómo decirlo sin lastimar algunos sentimientos, pero el babeo y el brillo en los ojos de éstos bichos, estoy seguro no se debe a convicciones ideológicas, sino al olor de las comisiones por cobrar. Hagamos un poco de matemáticas, si el diez por ciento en la adquisición de algunas computadoras le arregla el año a algún funcionario ministerial, el uno por ciento de la venta del país, alcanza para arreglar no solo la vida entera, sino la de varias generaciones.

Más allá de los malos deseos, el asunto de las nacionalizadas es un tema en el que las buenas intenciones no bastan, aún cuando el enfoque político de las medidas haya sido correcto. La recuperación de las empresas es solamente una parte del proceso; probablemente la parte más importante, pues requiere de mucha firmeza y lucidez política, pero insisto, es sólo el comienzo. Una vez tomada la decisión política, el imperativo es retomar el control de las empresas con niveles de eficiencia y transparencia no sólo equivalentes, sino superiores a los de la empresa privada. ¿Es esto posible? Claro que es posible, y ejemplos de ello sobran en la región, en toda Europa y alrededor del mundo. No me cansaré de citar como ejemplo próximo y emblemático a Codelco, la empresa del cobre chileno: súper eficiente, súper productiva, súper lucrativa, súper transparente, y también súper estatal.

¿Y qué es lo que hace falta para hacer esto posible? Pues varias cosas: primero un mínimo de comprensión y respeto intelectual por el conocimiento, la ciencia y la técnica, que no es lo mismo que ser un tecnócrata. Luego, si se ha decidido que el estado será empresario, pues es lógico que desde el estado se tendrá que tener una correcta visión empresarial del mercado, local e internacional. Por muy estatales que las empresas sean, éstas deben competir de igual a igual con empresas multinacionales privadas; allí no hay dónde perderse, y si no se logra aquello, pues es mejor buscar otro modelo.

Las empresas estatales de éxito se sostienen sobre directorios compuestos por personalidades de altísimo perfil (ético y profesional) y equipos de alta gerencia de primera línea a nivel internacional; estamos hablando de tipos con trayectorias comprobadas de excelencia en el ámbito privado, a los que hay que pagarles exactamente lo que ganarían en una empresa privada. Y es así de crudo, esos suelditos pueden llegar a ser cien veces más altos que el del presidente, pero lamentablemente así nomás es la realidad, si se quiere claro está, contar con empresas serias, rentables y competitivas.

Este tipo de ñatitos, que al igual que los centros delanteros y directores técnicos que llegan al mundial, no se los encuentra debajo de cualquier piedra, están acostumbrados a adaptarse y revertir condiciones adversas y les importa un pepino el color político de sus empleadores. Ellos conocen el negocio y conocen el mercado, y están allí para hacer que el negocio funcione bien y para generar plata. Se los mide por sus resultados y se les paga también en relación a sus resultados, vengan de donde vengan. Lo que se haga con la plata ganada, eso sí, debe ser decisión de los dueño de la empresa, en este caso el estado boliviano y sus socios minoritarios, y podrá tener la dirección política que cada gobierno vea más conveniente.

Es solamente a partir de ésa lógica y ese accionar, que se podrá ir construyendo cierta institucionalidad en los otros niveles de la empresa pública. Dirección política desde el estado, directorios probos a prueba de fuego y alta gerencia técnica; sin esas premisas básicas ni siquiera hay nada de qué hablar. En todo caso, creo que hay algo que está más claro que el agua: no es el compañerito del partido que hizo méritos políticos, o el segundón ascendido por la premura de las circunstancias, los que van a poder demostrarnos que la nacionalización ha valido la pena.

Lo visto hasta ahora en la gestión de las nacionalizadas causa honda preocupación, y si el gobierno cree que mejorando un poquito será suficiente, pues está cometiendo un error garrafal que le puede costar la vida. Acá no hacen falta ajustes, pero sí un vuelco radical de fondo y de forma. Aunque ya se han perdido valiosos años, todavía estamos a tiempo de dar el giro. Las nacionalizadas, justamente por ser estratégicas, no pueden ser ni un minuto más motivo de experimentos ridículos como los que hemos visto en nuestra estatal petrolera.

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