jueves, 28 de febrero de 2013

El periodismo a la sombra del pasado (Columna de Opinión Bajo la Sombra del Olivo-Página Siete-28/02/13)


Hay muchas cosas que van de mal en peor en el mundo, pero pocas destacan tanto como la calidad de los medios de comunicación. Probablemente soy un viejo prematuro, quejón y nostálgico de otras épocas, es verdad, pero también coincidirá conmigo en que es difícil negar que hoy en día ya no es lo mismo leer un periódico, hojear una revista, escuchar la radio y, menos aún, ver la televisión.
Esta suerte de degradación cualitativa se siente, lamentablemente, con mayor intensidad, en el campo periodístico. Aquellas sensaciones de placer, de motivación intelectual y de íntima confianza frente a los medios, se han convertido en una fría relación, matizada por el resquemor y la falta de compromiso en ambos sentidos, tanto desde los periodistas como desde los “consumidores” de información.
En tiempos en que podemos acceder con tremenda facilidad, a través del internet y la televisión por cable, a una infinidad de medios (cosa impensable hace apenas unos años), paradójicamente cada vez hay menos material que realmente valga la pena buscar. La tableta en una mano, el control remoto en la otra y el universo a nuestra disposición, curiosamente terminan generándonos una sensación de vacío y orfandad intelectual.
Los grandes referentes del periodismo mundial se caen a pedazos uno tras otro, tratando de sobrevivir en las batallas con las nuevas tecnologías, las crisis económicas, las complejas relaciones con los poderes políticos y económicos, y los nuevos perfiles del mercado consumidor. Al final del día, el resultado es cada vez más liviano, más efímero y más superficial; la prensa se parece cada día más a la política, donde todo ha perdido significado real, y esto es quien sabe algo natural.
En nuestro medio la tendencia es la misma, y la sentimos descarnadamente en la medida en que, mirando hacia atrás, tenemos mucho para comparar; sin ir muy lejos, nos topamos con grandes figuras que lideraron tremendos medios, en épocas y circunstancias mucho más complejas que las actuales. Iconos como Ana María Romero, Huascar Cajías, Jorge Canelas, Lorenzo Carri, Carlos Mesa, Carlos Serrate Reich, Lupe Andrade, Ted Cordova, y muchísimos otros que sería largo enumerar, han dejado una vara muy alta y muy difícil de igualar para las nuevas generaciones, en las cuales también hay honrosas excepciones que han podido destacar.
Pero en general, lo sabe usted y también lo sabe la gente del propio gremio, las cosas han desmejorado dramáticamente. ¿Se deberá esto a la calidad de la formación de nosotros, los comunicadores? ¿Será la condición y la visión empresarial de los medios la que ha contribuido a la pérdida de sus roles esenciales? ¿Será acaso que el actual perfil de lectores y televidentes tiene nomás lo que se merece, y nada más? ¿Será, en suma, que el periodismo es nomás un reflejo fiel de la sociedad, y que éste refleja hoy un mundo oscuro y mediocre en el que se han impuesto otro tipo de lógicas y valores?
Dejo abiertas estas y otras interrogantes, no sin antes señalar que uno de los elementos clave de cualquier actividad periodística es y ha sido siempre la capacidad y el valor para enfrentar al poder en todas sus manifestaciones. Sin ese arrojo esencial en la defensa intransigente de ideales y visiones de vida, cueste lo que cueste, es poco menos que imposible marcar la diferencia y ponerse a la altura de las circunstancias, por más difíciles que ésta fueran.         

jueves, 21 de febrero de 2013

Violencia familiar, ¿problema de otros? (Columna de Opinión-Bajo la Sombra del Olivo-Página Siete-21/02/13)


La violencia contra las mujeres y la violencia dentro de las familias en general, son temas complejos desde todo punto de vista; como columnista y opinador público, resulta también complicado referirse al tema, sin caer en reflexiones moralistas, en obvias generalizaciones, o en enfoques particulares desde lo jurídico. Pero tampoco se puede dejar de escribir acerca de un asunto tan desgarrador, que nuevamente se ha instalado en la agenda pública, a partir de varios casos de alto perfil mediático, que parecen haber marcado un nuevo límite de tolerancia desde distintos niveles de la sociedad.
¿Qué se puede decir al respecto cuando todos sabemos que se trata de un fenómeno horroroso, que persiste en todos los niveles sociales, y que es de alguna manera socialmente aceptado a partir del silencio cómplice generalizado? ¿Podemos seguir pretendiendo que todo está bien a partir de la ilusión de que somos una sociedad moderna y civilizada en la que ese tipo de cosas no deberían pasar, a sabiendas de que la realidad es otra? O peor aún, ¿Seguiremos engañándonos con el argumento de que eso ocurre solamente en estratos pobres e incultos y que, por tanto, los salvajes que les pegan a sus mujeres son otros, o son pocos? No lo creo.
Para no caer en el simplismo y en la demagogia, creo que es sano empezar por asumir que la violencia intrafamiliar es un fenómeno transversal que trasciende los estratos socioeconómicos y que afecta a una gran parte de las familias bolivianas, sin importar si éstas son ricas, pobres, rurales, urbanas, de oriente o de occidente.
También debemos asumir y admitir que si bien las mujeres son las que peor parte llevan, los niños y los ancianos también son objeto de violencia dentro del hogar, expresada de diversas maneras, unas explícitas y otras no tanto. En esa línea de razonamiento, podemos llegar rápidamente a la conclusión de que el abuso y la violencia en la familia son un rasgo cultural propio de nuestra sociedad y, probablemente, del mundo entero.
Si así es, la verdad es que no sé muy bien qué es lo que aquello significa, pero sí puedo imaginar que cualquier tipo de solución implicará esfuerzos monumentales y colectivos desde múltiples frentes. El tema es gravísimo en la medida en que sabemos que afecta a millones de personas que sufren maltratos en silencio, condenadas a la indefensión porque hemos decidido hacer la vista gorda ante una práctica social y culturalmente aceptada.
Hay que decir también sin tapujos que la tolerancia a esta iniquidad cotidiana se debe también a la aquiescencia de los hombres, quienes son los mayores perpetradores de violencia, lo que convierte esta lucha en una cruzada también contra el machismo y el patriarcalismo como semillas de la violencia.
La magnitud del problema no debe impedir que se hagan cosas, aunque sean insuficientes. En ese sentido la Ley Contra la Violencia hacia la Mujer es un paso bien dado que de alguna manera va a contribuir a la toma de conciencia de derechos y al estímulo de denuncias de parte de mujeres abusadas. La Ley contra el Racismo y la Discriminación no ha resuelto, lo sabíamos, otro de nuestros grandes problemas, pero ha servido más de lo que se piensa para generar conciencia y marcar límites.
Todo esfuerzo orientado a poner el dedo en la llaga es bienvenido, pero insisto en que el primer paso debe ser la toma de conciencia colectiva de que el tema no es ni remoto ni ajeno, y que la violencia que se evite será para proteger a nuestras esposas, a nuestras hijas, a nuestras hermanas y a nuestras vecinas.

martes, 19 de febrero de 2013

El Papa en su laberinto (Artículo de Análisis-Suplemento Ideas-Página Siete-17/02/13)



            Todo lo que viene del vaticano y de las altas esferas de la iglesia católica viene en clave de misterio. Las enredadas y turbias señales detrás de los mensajes eclesiásticos tienen para la mayoría de la gente incluso un aire tenebroso, y ese es, quien sabe, uno de los principales problemas de la iglesia católica. Los códigos que de allí emanan se asemejan horriblemente a los del poder político y financiero, tan desacreditados y venidos a menos en todo el mundo.
La sorpresiva renuncia del Papa Benedicto XVI aduce la falta de fortaleza física y espiritual para ejercer una labor probablemente más compleja y más demandante que la de cualquier presidente de una potencia mundial; en ese sentido, la medida que toma Ratzinger podría ser bastante lógica: si el cuerpo y el alma ya no le permiten mantener el ritmo de trabajo adecuado, merece la pena asumirlo, aún a costa de romper una larga tradición que establece que el cargo es vitalicio y que se lo debe ejercer hasta el último aliento.
Sin embargo, me da la impresión de que no es caso, y que más allá de su edad avanzada y de sus naturales achaques, el hombre ha tomado una decisión política extrema de gran significado, que tiene que pesarle al poder establecido de la iglesia. En realidad se ha rendido ante las presiones y las intrigas intestinas del Vaticano, pero lo ha hecho pateando el tablero, y de esa manera cargándoles la responsabilidad de la crisis a quienes seguramente se ocuparon de asfixiar todos los intentos que hizo para imprimirle sesgo propio a su papado. Me derrotaron y me voy, pues no estoy dispuesto a ser el Papa que solamente administró el pesado legado de Juan Pablo II, se lee en su renuncia.
Y es que suceder al polaco Karol Wojtyla, se sabía, no iba a ser tarea fácil para nadie que quisiera afrontar los problemas de una iglesia sumida en uno de sus peores momentos de la historia contemporánea. Detrás de la imagen mediática afable y sonriente del Papa viajero, el rebaño de devotos todavía no alcanza a comprender a cabalidad su papel en la política internacional, y su mano dura en temas de doctrina.
Más allá de los asuntos estrictamente religiosos, Juan Pablo II jugó un rol importantísimo en el derrumbe del bloque de países socialistas; no vamos a entrar en disquisiciones ni mucho menos en defensa de lo que significó el socialismo real de la posguerra, pero mínimamente habrá que decir que a partir de ese quiebre de los equilibrios geopolíticos y económicos, el Papa y sus aliados de occidente nos dejaron a merced del unipolarismo capitalista y del “fin de la historia”, con las consabidas consecuencias que hoy sufren, incluidas las potencias ganadoras. La caída del muro de Berlín fue también el colapso de un dique de contención a los excesos de un neoliberalismo con licencia para matar que, en su desboque, alcanzó rápidamente los límites de lo admisible.
En lo interno, Juan Pablo II fue un Papa duro, cuya ortodoxia e inflexibilidad le ha significado a la iglesia católica enormes costos en términos de imagen, credibilidad y sustento popular. La parte más dura probablemente tiene que ver con la permisividad y el encubrimiento de hechos de pederastia protagonizados por miembros de la iglesia, urbi et orbi.
En ese tema, tan horrendo como sensible en términos de opinión pública, Benedicto XVI intentó asumir una postura audaz y valiente (para los estándares del Vaticano), admitiendo la comisión de tales iniquidades, pidiendo perdón a nombre de la institución y abriendo posibilidades de que los hechos sean juzgados como crímenes. Esa actitud, nunca fue aceptada ni bien vista en el seno del poder.
Pero la iglesia afronta varios otros problemas acumulados, cuyo impacto en sus propias filas resulta en una imagen de decadencia. Su posición frente al uso de anticonceptivos, al matrimonio gay, a la ordenación de mujeres y al celibato sacerdotal, se suman a su relación con otras iglesias y, como no, a los escándalos de corrupción financiera y al entramado de intrigas e infidencias intestinas.
El panorama es evidentemente sumamente complejo, y requiere de un liderazgo y de una corriente interna dispuesta a tomar el toro por las astas, enfrentando cada uno de esos problemas con claridad, con energía y con mucha sabiduría. La renuncia de Ratzinger, si bien es la admisión de que ni él ni su entorno (si aún lo tuviera), tienen el poder y el respaldo para afrontar ese proceso, es también un calculado paso al costado para precipitar el giro necesario en estas circunstancias. La solución por el desastre en un laberinto sin salida aparente, para ponerlo de alguna manera.
La operación política con rasgos de autogolpe que ha realizado, debería servir para generar un escenario de cambios importantes en la jerarquía eclesiástica, en tiempos en que los católicos demandan una iglesia nueva y remozada, que responda más fielmente a los preceptos del evangelio. La realidad actual de esta entidad, que es mucho más institución que instrumento de fe, es exactamente todo lo contrario.   

domingo, 3 de febrero de 2013

Chile a destiempo (Artículo de análisis-Suplemento Ideas-Página Siete-03/02/13)


La enfermedad de Hugo Chávez, el incierto futuro de la transición venezolana, el vacío de liderazgo político regional, y el natural desgaste ocasionado por las reelecciones presidenciales, han instalado en nuestra parte del continente la sensación de declive del bloque de gobiernos denominados de izquierda o progresistas.
Esa tendencia desarrollada a ritmos algo dispares en la última década, no prendió ni en Chile, ni en Colombia ni en el Perú; el caso peruano estuvo en algún momento en duda con la elección de Ollanta Humala, cuyo discurso radical sucumbió rápidamente ante las fuerzas conservadoras de su país, diluyéndose incluso antes de su elección, en la segunda vuelta electoral. Más allá del discurso, la realidad ha mostrado que el gobierno de Humala poco o nada tiene que ver con la ola regional, ni con los postulados que permitieron su irrupción en la escena política. El apoyo y la entusiasta validación del nobel Vargas Llosa a su gestión constituyen prueba de ello.
En Colombia obviamente no hubo cambio alguno en la sucesión conservadora Uribe-Santos, salvo las rencillas personales y los dimes y diretes entre ambos. Pero el caso de Chile fue especialmente paradigmático; lejos de la izquierdización en boga, fue la Alianza por Chile (ahora Coalición por el Cambio), la que desplazo a la Concertación en las últimas elecciones presidenciales. Se supone que la derecha volvió al poder después de cuatro gobiernos y dieciséis años de gobiernos de izquierda; “na´que ver pu´”, como dirían por allá: en realidad, bajo los parámetros tradicionales, la centro derecha fue reemplazada por la extrema derecha. Hago esta clasificación con todos los reparos y salvedades del caso, siendo que para mí, el significado de izquierdas y derechas ha perdido sentido, aquí, en Chile, y en el resto del mundo.
En fin, resulta de todas maneras que, en apariencia, Chile sigue moviéndose entre una izquierda moderada y una derecha moderna, en virtud a su célebre solidez institucional y a su vocación posmoderna. Esa lectura sugiere que la seriedad y la madurez política chilena fue un factor de inmunidad que le permitió evitar caer en las aventuras populistas y los experimentos bolivarianos que calaron tan hondo en el vecindario.
Tengo dudas al respecto, y más bien creo que las señales que envía la sociedad chilena, apuntan a la posibilidad de un quiebre sistémico de rasgos similares a lo ocurrido en el resto de la región. Con cierto destiempo político, Chile podría estar en la antesala de un vuelco inesperado, en la sintonía asistémica, reivindicativa e incluso indigenista.
Sin duda la pésima gestión del presidente Piñera (de acuerdo a la opinión de los propios chilenos), ha contribuido a acelerar el desgaste de un esquema político y económico que parece haber encontrado sus límites hace mucho tiempo. Para quienes hemos vivido en carne propia estos procesos, es más fácil leer los síntomas que preceden a las crisis de estado.
Las contundentes protestas estudiantiles lideradas por frescos liderazgos como Camila Vallejos (ahora candidata a diputada), la remozada lucha sindical en centros mineros, las demandas de tierra y territorio de la esmirriada población indígena, y la progresiva reorganización de la sociedad al margen de la institucionalidad política, pueden ser “desordenes” naturales y manejables para el establishment chileno, acostumbrado a manejarlos con mano de hierro, pero vistos de afuera, tienen el tufo inconfundible de la rebelión.
El telón de fondo de este anunciado terremoto, lo constituyen la horrenda inequidad, exclusión y elitismo económico y político que se esconden detrás la imagen del Chile ejemplar. Nada más terrible que cuarenta años de duro liberalismo, que finalmente han vapuleado y arrodillado al bravo pueblo chileno, hoy preso y esclavizado por las AFP´s, las ISAPRES, la banca privada y una sociedad de consumo, en la que subsistir es un verdadero calvario.
En ese escenario de concentración de poder económico en gigantescos conglomerados en el que la cúspide de la pirámide está copada sin posibilidad de ascenso, y un sistema político cerrado y sin ninguna disposición a una reforma real, el discurso que se cuece en las calles (más allá de Las Condes en Santiago, obviamente)  es el de los movimientos sociales, la participación ciudadana y el cambio de modelo económico. ¿Le suena familiar, verdad?
Otro síntoma de agotamiento del sistema político se expresa en el escenario electoral; la alianza oficialista ha iniciado las internas con una carrera entre un “viejo” político tradicional, Andrés Allamand (RN), y un ex independiente sacado del sombrero cuya plataforma para ser presidente es haber rescatado a los 33 mineros, Laurence Golborne (UDI). En la concertación, la mirada hacia atrás y las encuestas parecen imponerse, y está medio cantado el retorno de la Bachelet.
Todo apunta al regreso de la presidenta a la Moneda, pero ojo con las segundas versiones. Si la virtual próxima presidenta no logra comprender que la situación de su país no es ya la misma, podría convertirse en otro Sánchez de Lozada, que con su ciego regreso precipitó lo que hoy todos conocemos.