martes, 19 de febrero de 2013

El Papa en su laberinto (Artículo de Análisis-Suplemento Ideas-Página Siete-17/02/13)



            Todo lo que viene del vaticano y de las altas esferas de la iglesia católica viene en clave de misterio. Las enredadas y turbias señales detrás de los mensajes eclesiásticos tienen para la mayoría de la gente incluso un aire tenebroso, y ese es, quien sabe, uno de los principales problemas de la iglesia católica. Los códigos que de allí emanan se asemejan horriblemente a los del poder político y financiero, tan desacreditados y venidos a menos en todo el mundo.
La sorpresiva renuncia del Papa Benedicto XVI aduce la falta de fortaleza física y espiritual para ejercer una labor probablemente más compleja y más demandante que la de cualquier presidente de una potencia mundial; en ese sentido, la medida que toma Ratzinger podría ser bastante lógica: si el cuerpo y el alma ya no le permiten mantener el ritmo de trabajo adecuado, merece la pena asumirlo, aún a costa de romper una larga tradición que establece que el cargo es vitalicio y que se lo debe ejercer hasta el último aliento.
Sin embargo, me da la impresión de que no es caso, y que más allá de su edad avanzada y de sus naturales achaques, el hombre ha tomado una decisión política extrema de gran significado, que tiene que pesarle al poder establecido de la iglesia. En realidad se ha rendido ante las presiones y las intrigas intestinas del Vaticano, pero lo ha hecho pateando el tablero, y de esa manera cargándoles la responsabilidad de la crisis a quienes seguramente se ocuparon de asfixiar todos los intentos que hizo para imprimirle sesgo propio a su papado. Me derrotaron y me voy, pues no estoy dispuesto a ser el Papa que solamente administró el pesado legado de Juan Pablo II, se lee en su renuncia.
Y es que suceder al polaco Karol Wojtyla, se sabía, no iba a ser tarea fácil para nadie que quisiera afrontar los problemas de una iglesia sumida en uno de sus peores momentos de la historia contemporánea. Detrás de la imagen mediática afable y sonriente del Papa viajero, el rebaño de devotos todavía no alcanza a comprender a cabalidad su papel en la política internacional, y su mano dura en temas de doctrina.
Más allá de los asuntos estrictamente religiosos, Juan Pablo II jugó un rol importantísimo en el derrumbe del bloque de países socialistas; no vamos a entrar en disquisiciones ni mucho menos en defensa de lo que significó el socialismo real de la posguerra, pero mínimamente habrá que decir que a partir de ese quiebre de los equilibrios geopolíticos y económicos, el Papa y sus aliados de occidente nos dejaron a merced del unipolarismo capitalista y del “fin de la historia”, con las consabidas consecuencias que hoy sufren, incluidas las potencias ganadoras. La caída del muro de Berlín fue también el colapso de un dique de contención a los excesos de un neoliberalismo con licencia para matar que, en su desboque, alcanzó rápidamente los límites de lo admisible.
En lo interno, Juan Pablo II fue un Papa duro, cuya ortodoxia e inflexibilidad le ha significado a la iglesia católica enormes costos en términos de imagen, credibilidad y sustento popular. La parte más dura probablemente tiene que ver con la permisividad y el encubrimiento de hechos de pederastia protagonizados por miembros de la iglesia, urbi et orbi.
En ese tema, tan horrendo como sensible en términos de opinión pública, Benedicto XVI intentó asumir una postura audaz y valiente (para los estándares del Vaticano), admitiendo la comisión de tales iniquidades, pidiendo perdón a nombre de la institución y abriendo posibilidades de que los hechos sean juzgados como crímenes. Esa actitud, nunca fue aceptada ni bien vista en el seno del poder.
Pero la iglesia afronta varios otros problemas acumulados, cuyo impacto en sus propias filas resulta en una imagen de decadencia. Su posición frente al uso de anticonceptivos, al matrimonio gay, a la ordenación de mujeres y al celibato sacerdotal, se suman a su relación con otras iglesias y, como no, a los escándalos de corrupción financiera y al entramado de intrigas e infidencias intestinas.
El panorama es evidentemente sumamente complejo, y requiere de un liderazgo y de una corriente interna dispuesta a tomar el toro por las astas, enfrentando cada uno de esos problemas con claridad, con energía y con mucha sabiduría. La renuncia de Ratzinger, si bien es la admisión de que ni él ni su entorno (si aún lo tuviera), tienen el poder y el respaldo para afrontar ese proceso, es también un calculado paso al costado para precipitar el giro necesario en estas circunstancias. La solución por el desastre en un laberinto sin salida aparente, para ponerlo de alguna manera.
La operación política con rasgos de autogolpe que ha realizado, debería servir para generar un escenario de cambios importantes en la jerarquía eclesiástica, en tiempos en que los católicos demandan una iglesia nueva y remozada, que responda más fielmente a los preceptos del evangelio. La realidad actual de esta entidad, que es mucho más institución que instrumento de fe, es exactamente todo lo contrario.   

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