Todo lo que viene del vaticano y de las altas esferas de
la iglesia católica viene en clave de misterio. Las enredadas y turbias señales
detrás de los mensajes eclesiásticos tienen para la mayoría de la gente incluso
un aire tenebroso, y ese es, quien sabe, uno de los principales problemas de la
iglesia católica. Los códigos que de allí emanan se asemejan horriblemente a
los del poder político y financiero, tan desacreditados y venidos a menos en
todo el mundo.
La sorpresiva renuncia del
Papa Benedicto XVI aduce la falta de fortaleza física y espiritual para ejercer
una labor probablemente más compleja y más demandante que la de cualquier
presidente de una potencia mundial; en ese sentido, la medida que toma
Ratzinger podría ser bastante lógica: si el cuerpo y el alma ya no le permiten
mantener el ritmo de trabajo adecuado, merece la pena asumirlo, aún a costa de
romper una larga tradición que establece que el cargo es vitalicio y que se lo
debe ejercer hasta el último aliento.
Sin embargo, me da la
impresión de que no es caso, y que más allá de su edad avanzada y de sus
naturales achaques, el hombre ha tomado una decisión política extrema de gran
significado, que tiene que pesarle al poder establecido de la iglesia. En
realidad se ha rendido ante las presiones y las intrigas intestinas del
Vaticano, pero lo ha hecho pateando el tablero, y de esa manera cargándoles la
responsabilidad de la crisis a quienes seguramente se ocuparon de asfixiar todos
los intentos que hizo para imprimirle sesgo propio a su papado. Me derrotaron y
me voy, pues no estoy dispuesto a ser el Papa que solamente administró el
pesado legado de Juan Pablo II, se lee en su renuncia.
Y es que suceder al polaco
Karol Wojtyla, se sabía, no iba a ser tarea fácil para nadie que quisiera
afrontar los problemas de una iglesia sumida en uno de sus peores momentos de
la historia contemporánea. Detrás de la imagen mediática afable y sonriente del
Papa viajero, el rebaño de devotos todavía no alcanza a comprender a cabalidad su
papel en la política internacional, y su mano dura en temas de doctrina.
Más allá de los asuntos
estrictamente religiosos, Juan Pablo II jugó un rol importantísimo en el
derrumbe del bloque de países socialistas; no vamos a entrar en disquisiciones
ni mucho menos en defensa de lo que significó el socialismo real de la
posguerra, pero mínimamente habrá que decir que a partir de ese quiebre de los
equilibrios geopolíticos y económicos, el Papa y sus aliados de occidente nos
dejaron a merced del unipolarismo capitalista y del “fin de la historia”, con
las consabidas consecuencias que hoy sufren, incluidas las potencias ganadoras.
La caída del muro de Berlín fue también el colapso de un dique de contención a
los excesos de un neoliberalismo con licencia para matar que, en su desboque,
alcanzó rápidamente los límites de lo admisible.
En lo interno, Juan Pablo II
fue un Papa duro, cuya ortodoxia e inflexibilidad le ha significado a la
iglesia católica enormes costos en términos de imagen, credibilidad y sustento
popular. La parte más dura probablemente tiene que ver con la permisividad y el
encubrimiento de hechos de pederastia protagonizados por miembros de la
iglesia, urbi et orbi.
En ese tema, tan horrendo
como sensible en términos de opinión pública, Benedicto XVI intentó asumir una
postura audaz y valiente (para los estándares del Vaticano), admitiendo la
comisión de tales iniquidades, pidiendo perdón a nombre de la institución y abriendo
posibilidades de que los hechos sean juzgados como crímenes. Esa actitud, nunca
fue aceptada ni bien vista en el seno del poder.
Pero la iglesia afronta
varios otros problemas acumulados, cuyo impacto en sus propias filas resulta en
una imagen de decadencia. Su posición frente al uso de anticonceptivos, al
matrimonio gay, a la ordenación de mujeres y al celibato sacerdotal, se suman a
su relación con otras iglesias y, como no, a los escándalos de corrupción
financiera y al entramado de intrigas e infidencias intestinas.
El panorama es evidentemente
sumamente complejo, y requiere de un liderazgo y de una corriente interna
dispuesta a tomar el toro por las astas, enfrentando cada uno de esos problemas
con claridad, con energía y con mucha sabiduría. La renuncia de Ratzinger, si
bien es la admisión de que ni él ni su entorno (si aún lo tuviera), tienen el
poder y el respaldo para afrontar ese proceso, es también un calculado paso al
costado para precipitar el giro necesario en estas circunstancias. La solución
por el desastre en un laberinto sin salida aparente, para ponerlo de alguna
manera.
La operación política con
rasgos de autogolpe que ha realizado, debería servir para generar un escenario
de cambios importantes en la jerarquía eclesiástica, en tiempos en que los
católicos demandan una iglesia nueva y remozada, que responda más fielmente a
los preceptos del evangelio. La realidad actual de esta entidad, que es mucho
más institución que instrumento de fe, es exactamente todo lo contrario.
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