La enfermedad de Hugo
Chávez, el incierto futuro de la transición venezolana, el vacío de liderazgo
político regional, y el natural desgaste ocasionado por las reelecciones
presidenciales, han instalado en nuestra parte del continente la sensación de
declive del bloque de gobiernos denominados de izquierda o progresistas.
Esa tendencia desarrollada a
ritmos algo dispares en la última década, no prendió ni en Chile, ni en
Colombia ni en el Perú; el caso peruano estuvo en algún momento en duda con la
elección de Ollanta Humala, cuyo discurso radical sucumbió rápidamente ante las
fuerzas conservadoras de su país, diluyéndose incluso antes de su elección, en
la segunda vuelta electoral. Más allá del discurso, la realidad ha mostrado que
el gobierno de Humala poco o nada tiene que ver con la ola regional, ni con los
postulados que permitieron su irrupción en la escena política. El apoyo y la
entusiasta validación del nobel Vargas Llosa a su gestión constituyen prueba de
ello.
En Colombia obviamente no
hubo cambio alguno en la sucesión conservadora Uribe-Santos, salvo las
rencillas personales y los dimes y diretes entre ambos. Pero el caso de Chile
fue especialmente paradigmático; lejos de la izquierdización en boga, fue la
Alianza por Chile (ahora Coalición por el Cambio), la que desplazo a la
Concertación en las últimas elecciones presidenciales. Se supone que la derecha
volvió al poder después de cuatro gobiernos y dieciséis años de gobiernos de
izquierda; “na´que ver pu´”, como dirían por allá: en realidad, bajo los
parámetros tradicionales, la centro derecha fue reemplazada por la extrema
derecha. Hago esta clasificación con todos los reparos y salvedades del caso,
siendo que para mí, el significado de izquierdas y derechas ha perdido sentido,
aquí, en Chile, y en el resto del mundo.
En fin, resulta de todas
maneras que, en apariencia, Chile sigue moviéndose entre una izquierda moderada
y una derecha moderna, en virtud a su célebre solidez institucional y a su
vocación posmoderna. Esa lectura sugiere que la seriedad y la madurez política
chilena fue un factor de inmunidad que le permitió evitar caer en las aventuras
populistas y los experimentos bolivarianos que calaron tan hondo en el
vecindario.
Tengo dudas al respecto, y
más bien creo que las señales que envía la sociedad chilena, apuntan a la
posibilidad de un quiebre sistémico de rasgos similares a lo ocurrido en el
resto de la región. Con cierto destiempo político, Chile podría estar en la
antesala de un vuelco inesperado, en la sintonía asistémica, reivindicativa e
incluso indigenista.
Sin duda la pésima gestión
del presidente Piñera (de acuerdo a la opinión de los propios chilenos), ha
contribuido a acelerar el desgaste de un esquema político y económico que
parece haber encontrado sus límites hace mucho tiempo. Para quienes hemos
vivido en carne propia estos procesos, es más fácil leer los síntomas que preceden
a las crisis de estado.
Las contundentes protestas
estudiantiles lideradas por frescos liderazgos como Camila Vallejos (ahora
candidata a diputada), la remozada lucha sindical en centros mineros, las
demandas de tierra y territorio de la esmirriada población indígena, y la progresiva
reorganización de la sociedad al margen de la institucionalidad política,
pueden ser “desordenes” naturales y manejables para el establishment chileno, acostumbrado a manejarlos con mano de
hierro, pero vistos de afuera, tienen el tufo inconfundible de la rebelión.
El telón de fondo de este
anunciado terremoto, lo constituyen la horrenda inequidad, exclusión y elitismo
económico y político que se esconden detrás la imagen del Chile ejemplar. Nada
más terrible que cuarenta años de duro liberalismo, que finalmente han
vapuleado y arrodillado al bravo pueblo chileno, hoy preso y esclavizado por
las AFP´s, las ISAPRES, la banca privada y una sociedad de consumo, en la que
subsistir es un verdadero calvario.
En ese escenario de
concentración de poder económico en gigantescos conglomerados en el que la
cúspide de la pirámide está copada sin posibilidad de ascenso, y un sistema
político cerrado y sin ninguna disposición a una reforma real, el discurso que
se cuece en las calles (más allá de Las Condes en Santiago, obviamente) es el de los movimientos sociales, la
participación ciudadana y el cambio de modelo económico. ¿Le suena familiar,
verdad?
Otro síntoma de agotamiento
del sistema político se expresa en el escenario electoral; la alianza
oficialista ha iniciado las internas con una carrera entre un “viejo” político
tradicional, Andrés Allamand (RN), y un ex independiente sacado del sombrero
cuya plataforma para ser presidente es haber rescatado a los 33 mineros,
Laurence Golborne (UDI). En la concertación, la mirada hacia atrás y las
encuestas parecen imponerse, y está medio cantado el retorno de la Bachelet.
Todo apunta al regreso de la
presidenta a la Moneda, pero ojo con las segundas versiones. Si la virtual
próxima presidenta no logra comprender que la situación de su país no es ya la
misma, podría convertirse en otro Sánchez de Lozada, que con su ciego regreso
precipitó lo que hoy todos conocemos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario