La
violencia contra las mujeres y la violencia dentro de las familias en general,
son temas complejos desde todo punto de vista; como columnista y opinador
público, resulta también complicado referirse al tema, sin caer en reflexiones
moralistas, en obvias generalizaciones, o en enfoques particulares desde lo
jurídico. Pero tampoco se puede dejar de escribir acerca de un asunto tan
desgarrador, que nuevamente se ha instalado en la agenda pública, a partir de
varios casos de alto perfil mediático, que parecen haber marcado un nuevo
límite de tolerancia desde distintos niveles de la sociedad.
¿Qué se puede decir al
respecto cuando todos sabemos que se trata de un fenómeno horroroso, que
persiste en todos los niveles sociales, y que es de alguna manera socialmente
aceptado a partir del silencio cómplice generalizado? ¿Podemos seguir
pretendiendo que todo está bien a partir de la ilusión de que somos una
sociedad moderna y civilizada en la que ese tipo de cosas no deberían pasar, a
sabiendas de que la realidad es otra? O peor aún, ¿Seguiremos engañándonos con
el argumento de que eso ocurre solamente en estratos pobres e incultos y que,
por tanto, los salvajes que les pegan a sus mujeres son otros, o son pocos? No
lo creo.
Para no caer en el simplismo
y en la demagogia, creo que es sano empezar por asumir que la violencia
intrafamiliar es un fenómeno transversal que trasciende los estratos
socioeconómicos y que afecta a una gran parte de las familias bolivianas, sin
importar si éstas son ricas, pobres, rurales, urbanas, de oriente o de
occidente.
También debemos asumir y
admitir que si bien las mujeres son las que peor parte llevan, los niños y los
ancianos también son objeto de violencia dentro del hogar, expresada de
diversas maneras, unas explícitas y otras no tanto. En esa línea de
razonamiento, podemos llegar rápidamente a la conclusión de que el abuso y la
violencia en la familia son un rasgo cultural propio de nuestra sociedad y,
probablemente, del mundo entero.
Si así es, la verdad es que
no sé muy bien qué es lo que aquello significa, pero sí puedo imaginar que
cualquier tipo de solución implicará esfuerzos monumentales y colectivos desde múltiples
frentes. El tema es gravísimo en la medida en que sabemos que afecta a millones
de personas que sufren maltratos en silencio, condenadas a la indefensión
porque hemos decidido hacer la vista gorda ante una práctica social y
culturalmente aceptada.
Hay que decir también sin
tapujos que la tolerancia a esta iniquidad cotidiana se debe también a la
aquiescencia de los hombres, quienes son los mayores perpetradores de
violencia, lo que convierte esta lucha en una cruzada también contra el
machismo y el patriarcalismo como semillas de la violencia.
La magnitud del problema no
debe impedir que se hagan cosas, aunque sean insuficientes. En ese sentido la
Ley Contra la Violencia hacia la Mujer es un paso bien dado que de alguna
manera va a contribuir a la toma de conciencia de derechos y al estímulo de
denuncias de parte de mujeres abusadas. La Ley contra el Racismo y la
Discriminación no ha resuelto, lo sabíamos, otro de nuestros grandes problemas,
pero ha servido más de lo que se piensa para generar conciencia y marcar límites.
Todo esfuerzo orientado a
poner el dedo en la llaga es bienvenido, pero insisto en que el primer paso
debe ser la toma de conciencia colectiva de que el tema no es ni remoto ni
ajeno, y que la violencia que se evite será para proteger a nuestras esposas, a
nuestras hijas, a nuestras hermanas y a nuestras vecinas.
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