jueves, 2 de septiembre de 2010

El infortunio del saber (Columna Bajo la Sombra del Olivo-Página Siete-02/09/10)

El domingo pasado fui a la Feria del Libro acompañado de mi mujer y mi hijo, sofocados por la presencia de otras diez mil personas, que, al igual que nosotros, hicimos gala de nuestra inveterada costumbre de hacer las cosas el último día. La entusiasta multitud, cargada de bolsas, podría haber generado la impresión en algún despistado forastero, de encontrarse en una ciudad de lectores asiduos. Nada más lejos de la realidad. Me remito a una reciente columna de mi colega Gabriel Chávez, en la que comentaba un estudio sobre los rasgos de la bolivianidad, y en la que resaltaba los alarmantes datos que daban cuenta de lo poco que se lee en todo el país. Lo cierto es que más allá del espejismo de un día de cierre de una feria anual, vivimos en una sociedad que no lee.

Podríamos pasarnos horas discutiendo las razones de éste mal tan terrible y a la vez tan desapercibido, y seguramente no llegaríamos a ninguna conclusión unánime. Explicaciones las hay para todos los gustos: que si el sistema educativo escolar es la base del problema, que si los precios exorbitantes de los libros son una limitación cruel y definitiva para el público en general, que si la televisión y el internet han desplazado a la letra impresa como fuente de información y formación, que si esto o que lo otro, en fin, podemos achacarle la culpa a lo que fuere, pero siempre intentaremos sacarle el poto a la jeringa y evitar nuestra responsabilidad como padres.

En la mayoría de los casos, nuestros hijos no leen porque nosotros no leemos. En la casa, el último reducto de la educación y de la inculcación de valores, los niños no tienen ejemplo a seguir, ni razón alguna para desarrollar el hábito de la lectura. El referente de padres cuyo contacto con la lectura se reduce a manuales, a ocasionales textos de auto ayuda o a la sección comercial del periódico dominical, explica de por sí la distancia casi alérgica de nuestros vástagos hacia los libros.

El verdadero drama de la cuestión está en la aplastante lógica del consumo, de la acumulación y de la apariencia, que no ha dejado resquicio en nuestras vidas para la cultura y los saberes que no sean utilitarios o rentables. En nuestro mundo de cosas tangibles y comprables, la erudición y cualquier tipo de intelectualidad son percibidas como un infortunio, y provocan cierta conmiseración en quienes creen, de todo corazón, que dedicarse a ello es un desaprovechamiento inútil, cuando no una irresponsabilidad.

La cultura personal proveniente de la lectura desinteresada, no paga ni da réditos en una sociedad que le ha perdido todo respeto a la majestad del saber, y en la que el éxito y el prestigio se miden en ceros, en metros cuadrados o en centímetros cúbicos. Así hemos asumido la vida contemporánea, y así la reproducimos en casa. Nos hemos conformado con que nuestros hijos nos deslumbren con su dominio de las tecnologías informáticas, con sus conocimientos enciclopédicos del cine, la música y la televisión comerciales, y ya no nos preocupa que no puedan seguir una conversación que esté fuera de su “especialidad”.

A no hacerse ilusiones entonces; el déficit de lectura en nuestros hogares no se resolverá con la exoneración de impuestos a los libros, ni con la visita obligada a la feria una vez al año. Simplemente habrá que recuperar el aprecio por los desadaptados que cometen la osadía de leer habitualmente, y dar el ejemplo imitándolos.

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