jueves, 9 de septiembre de 2010

De la impunidad a la absolución (Columna Bajo la Sombra del Olivo-Página Siete-09/09/10)

La impunidad de los delitos cometidos por autoridades y políticos en ejercicio del poder ha sido nuestro pan de cada día desde que tenemos memoria. La función pública y el acceso al poder directa o indirectamente, es para los bolivianos casi un sinónimo de enriquecimiento rápido, ilícito y jurídicamente seguro. En dictadura y en democracia, desde la izquierda y desde la derecha, vía nacionalismo y vía neoliberalismo, el súbito enriquecimiento de los políticos y los pseudo-empresarios ligados al poder, ha sido una historia recurrente que nos ha forzado a aceptar aquello como una fatalidad irremediable; en nuestro imaginario la corrupción es algo parecido a un impuesto, un mal necesario que pagamos a disgusto, pero que aceptamos como parte de las reglas de juego.

La indulgente tolerancia hacia los corruptos se practicó con mayor frecuencia en las elites y clases acomodadas, hasta hace poco las únicas beneficiarias del hurto a las arcas del estado. Me explico: para los pobres, la referencia de los corruptos siempre fue como más abstracta, más difícil de identificar, mientras que para nosotros, los acomodados, la cosa siempre fue mucho más evidente. El vecino, el compañero de curso, el pariente o el conocido que luego de un fugaz paso por el árbol (o por sus ramas), aparecía forrado y haciendo ostentación de un ritmo de vida sospechosamente próspero, para nosotros siempre tuvo rostro, nombre y apellido.

Identificar a los pillines no era tarea muy difícil. No eran necesarias ni denuncias públicas ni imputaciones judiciales; bastaban y sobraban los dedos de la mano y algo de sentido común para sacar conclusiones con quienes, en la mayoría de los casos, confirmaban aquello de que en la vida hay dos cosas que no se pueden disimular: el amor y el dinero. En todo caso, creo que coincidirá conmigo en que hemos sido siempre tolerantes y condescendientes con la corrupción, por no decir estúpidamente complacientes. A más de un corrupto hemos validado socialmente, festejándole sus fechorías como si se tratase de una travesura infantil.

Lo que ocurre hoy es aparentemente todo lo contrario. Decenas de juicios y acusaciones se acumulan a diario en los juzgados y en los titulares de prensa, conduciéndonos a un peligroso estado de saturación, cuando no de hastío. Esto nos está llevando a la desconcertante sensación de que se está metiendo a todos en la misma bolsa, y de que se hace cada día más difícil separar el polvo de la paja. Lo que debiera ser entendido como un tardío pero justo escarmiento contra los impunes, comienza a diluirse en el torrente de imputaciones del que parece no se salvará nadie.

La esquizofrenia judicial que se ha desatado se caracteriza además por la sistemática ausencia de sentencias o sobreseimientos, que se ha traducido en un permanente limbo de causas inconclusas e irresueltas en el que, finalmente, no se sabe quién es culpable y quién es inocente. Peor aún, el uso y abuso de acciones judiciales contra opositores y disidentes, ha despertado la sospecha generalizada de que la justicia es un instrumento más del gobierno, en su estrategia de deshacerse de todos sus detractores. Si ese es el juego, quiere decir entonces que no se han dado cuenta de que el precio a pagar por sus ajustes de cuentas a través de la justicia, será que los grandes bribones de este país pasen a la historia como víctimas de una absolutoria “persecución política”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario