jueves, 17 de junio de 2010

Tormento cuatro veces al día (Columna Bajo la Sombra del Olivo-Página Siete-17/06/10)

Un año más, como dice la canción de Mecano, y una vez más la Espada de Damocles de las tarifas del transporte público, pende sobre nuestras cabezas. Todos los años, toda la gente de a pie (nunca mejor dicho) y el gobierno de turno, tiemblan ante la inminencia del temible tarifazo. Y todos los años, la misma pulseta y los mismos chantajes, y todos los años los paganinis terminan siendo, como no, los ciudadanos. Lo único que cambia todos los años son los choferes, que cada año se ponen más gordos.

A ver cuándo es que salimos de éste círculo vicioso, y alguien se anima a coger el toro por las astas; habrá que aprovechar el actual momento de gobiernos fuertes y legítimos, para encarar a fondo, y de una vez por todas, el problema del transporte. Porque coincidamos, el problema del transporte público no es solamente un problema de tarifas. No me animo a hablar de todas las capitales de departamento, pero por lo menos en lo que a nuestra ciudad concierne, el asunto va mucho más allá. Independientemente de si el pasaje está caro o está barato, el servicio es pésimo, su perspectiva de crecimiento es insostenible, y su control está en manos de una verdadera mafia siciliana.

La cosa, como está, sencillamente no puede continuar así. Estamos hablando de cientos de miles de personas que todos los días sufren como condenados a muerte para llegar a sus trabajos, y para volver a sus casas. Para conseguir un trufi o un minibús, uno puede estar fácilmente media hora o cuarenta y cinco minutos paradote en una esquina, a merced del sol o la lluvia. Ese es solamente el principio del martirio; una vez en el potro del tormento, el indefenso pasajero debe sufrir el insolente maltrato de choferes y voceadores, que al menor descuido te ponen de patitas en la calle, por haber tenido el atrevimiento de exigirles que cumplan con la ruta establecida, o que te den cambio de veinte bolivianos.

Se viaja con el Jesús en la boca, en una lata de sardinas acondicionada para el doble de pasajeros de lo previsto, en condiciones de seguridad parecidas a las de una guerra, y con una colección de olores que equivalen a entrar en la jaula del león. Esa es la parte visible del drama. Detrás del nefasto servicio a bordo, se ocultan otros innumerables abusos cometidos por los poderosos sindicatos, que manejan a antojo y discreción el tema de rutas, horarios, inspecciones técnicas, seguros, y un largo etcétera.

El transporte público es un servicio básico igual de vital que la luz y el agua, y por tanto no puede estar sujeto a las salvajes reglas de un mercado oligopólico en el que, además, la competencia es entre mafiosos. Es el estado, a través de sus gobiernos municipales, el que debe asumir esa responsabilidad, como ocurre en casi todo el mundo con el metro, con los trenes y los buses.

En el caso paceño, las principales candidaturas a la alcaldía ofertaron en sus campañas soluciones estructurales. Toca ahora exigirle al nuevo alcalde que enfrente el problema sin medias tintas, y que ponga en marcha ipso pucho el proyecto (cualquiera que sea) que garantice el transporte masivo en las rutas troncales; que sea municipal, que sea bueno, que sea bonito y además barato, no esperamos menos. A partir de allí, tendrá que establecer nuevas reglas de juego con los transportistas, para que cubran con eficiencia las rutas periféricas.

El trabajo ya es suficientemente duro, como para tener que sufrir un tormento adicional, cuatro veces al día.

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