Mentir y convencer a quien
se miente es un arte que requiere, entre otras cosas, cierta clase. No son
suficientes el aplomo y la cara de palo para lanzarle, a quien quiera que
fuere, una falacia o una verdad a medias mirándolo a los ojos, pues con ello es
muy fácil embarrar aún más las cosas, pasando de mentiroso a cínico. Unos más y
otros menos, todos mentimos ya sea para salir de aprietos, ya sea para evitar
conflictos que consideramos innecesarios; mentiras blancas le dicen. Pero
incluso en el terreno innoble de las mentiras, hay ciertos límites que en el
fondo sabemos no se deben transgredir, y uno de ellos es el no subestimar al
engañado, insultando su inteligencia.
Una cosa es entonces que te
mientan, y otra muy distinta es que te tomen por tonto, y esos es justamente lo
que está haciendo el gobierno cuando intenta explicar la represión a los marchistas
del TIPNIS en Chaparina. Nos han mentido durante un año, y además han asumido
que somos unos bobos que, a fuerza de escuchar mentiras, terminaremos
legitimando la impunidad de unos hechos, que de por sí fueron muy graves, y que
a la sombra de la mentira, se han vuelto indignantes.
Es cierto que estamos
acostumbrados a tragarnos sapos de todo tamaño y color cuando de política se
trata, y que lo hacemos con cierta condescendencia, conscientes de que en ese
feroz mundo, las líneas entre lo falso y lo verdadero pueden ser frecuentemente
muy difusas. Nuestra tolerancia a la mentira desde el poder es mucho más
benévola y flexible que la que podemos tener hacia nuestros pares, pero,
definitivamente, también tiene un límite.
Incluso para mí, que me
considero un tipo a prueba de fuego en disputas políticas, la entrevista del
primer mandatario en las pantallas de CNN, en la que insiste en la explicación
de que yo no sabía nada y nadie sabía nada, me ha vuelto a revolver el estómago.
Sencillamente me parece una justificación infantil, y por lo tanto inadmisible.
Pretender contentarnos con
la teoría de la ruptura de la cadena de mando en una circunstancia tan delicada
y tan explosiva, no es otra cosa que una afrenta a nuestro sentido común, y una
provocación que raya en la alevosía. Todos sabemos de sobra que en este
gobierno no vuela una mosca sin la aprobación del presidente, hasta en los
temas más banales; también sabemos que la preparación del operativo de
intervención a la marcha requirió de una labor logística realizada con
antelación y que, por lo tanto, la operación no pudo haber obedecido a un error
de improvisación.
El presidente no ha tenido
ningún reparo en culpar a la Policía, insinuando de alguna manera que detrás de
la decisión hubo la intención de perjudicarlo; ¿Cómo se explica entonces que el
uniformado a cargo de las labores de inteligencia, presente en el lugar, funja
actualmente como comandante de la Policía? ¿Y cómo se explica que, una vez
“enterado” del operativo, el presidente no haya ordenado inmediatamente su
suspensión? ¿No fue acaso la continuación del mismo lo que originó la renuncia
de la ministra de defensa?
Se pueden admitir y
comprender cualquier tipo de errores cometidos en el ejercicio del poder, por
muy graves que fueran, siempre y cuando se perciba un mínimo de humildad y
sinceridad de parte de los responsables. Pero cuando las justificaciones se
amparan en falsedades tan evidentes, no queda otra interpretación que la
cobardía, y ese es un rasgo que hasta ahora no caracterizaba al presidente. Por
eso la gravedad de esta mentira que manchará definitivamente la imagen del
primer mandatario.
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