Voy a insistir esta semana
en un tema que, por suerte, ha merecido ya la opinión de muchísima gente, tanto
en columnas de opinión como en editoriales y redes sociales: el bendito Día del
Peatón. Madre mía, ¿habrase visto un atropello (disculpen la ironía del
término) a la vez tan absurdo como autoritario?
En una ciudad como la
nuestra, atormentada año redondo por miles de marchas, bloqueos, desfiles
cívicos y entradas folklóricas, darse el lujo de imponer un día más de
paralización, va más allá de cualquier tipo de racionalidad y, francamente,
raya en la locura. Pero veamos el tema un poco más en serio, porque detrás de
su aparente candidez, el asunto tiene varias aristas de consideración.
Hay que decirlo claramente y
con todas sus letras: primero que nada, la prohibición de circular libremente
por las calles de tu ciudad en un auto o en una moto, es una restricción de
libertades constitucionales sencillamente inadmisible. La fuerza coercitiva
desplegada por el estado (policía, alcaldías, etc.) contra el ciudadano, es,
además de un abuso, un desperdicio. ¿Cuál puede ser el tamaño o la validez de
una razón, para que se me obligue, a la fuerza, a observar tal o cual
principio, recortando mi libertad de movimiento y mis derechos?
Así como el tema que motiva
la decisión puede ser muy importante, bien podrían haber muchos otros de
similar sustancia; ¿qué le parecería entonces un día sin pantallas (de
televisión de computadora, de tablet, de celular o de consolas)? ¿Tendrán para
eso que cortarnos el suministro de electricidad o poner un guardia en cada
casa? ¿O tal vez un día sin consumo de triglicéridos y colesterol? ¿Saldrán
para aquello cuadrillas de enfermeras para cosernos la boca a todos? Absurdo,
¿no es verdad?
Podríamos decir mucho más en
cuanto a la violación de derechos y principios, pero la medida tiene también
implicaciones objetivas en lo económico que no se puede dejar de lado.
Paralizar la actividad comercial, gastronómica, turística y de entretenimiento
en general un domingo del mes de septiembre no es ninguna broma para cientos de
miles de ciudadanos; si bien muchos establecimientos tuvieron que pasar las de
Caín para funcionar a media fuerza, muchos otros simplemente tuvieron que dejar
de operar; para muchos de ellos, por el giro y la naturaleza de sus
actividades, eso significó ni más ni menos que un impacto del 25% de sus
ingresos mensuales. Eso en términos empresariales, sin considerar a la gente
que vive al día, para los que un día sin trabajar representa realmente un
problema.
Y qué decir en cuanto el
real impacto de este Día en Defensa de la Madre Tierra (así titula la ley 150).
¿Alguien se ha tomado la molestia de medirlo y evaluar de alguna manera su
trascendencia? ¿O es que ese impacto es en suma insignificante, y más bien se
trata de tranquilizar por un ratito nuestra conciencia en un saludo a la
bandera?
En fin, creo realmente que
este adefesio no debe volver a repetirse en esas condiciones. Si bien se trata
de una ley nacional, el gobierno municipal debe encontrar la manera de que, en
adelante, se cumpla con el espíritu y el objetivo de la norma de manera más
racional. El sentido común indica que deberían delimitarse ciertas zonas de la
ciudad para la actividad de peatones, ciclistas y deportistas, en las que se
restringa el tráfico, sin la necesidad de paralizar la ciudad entera. Pero está
claro que hay que detener esta locura, sobre todo frente a las iniciativas que,
no contentas con los daños infligidos, proponen que esto se haga ¡dos veces al
año!
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