Dos años después de la
publicación de una parte de los 250.000 cables de Wikileaks, es todavía difícil
establecer su verdadero impacto. Y es que hay que considerar que, después de
todo, el asunto tuvo, y tiene todavía, implicaciones diversas en los ámbitos
diplomáticos, periodísticos, judiciales y, ciertamente, políticos. La suerte
judicial de Julian Assange y la posición del gobierno británico le han devuelto
actualidad al tema y han reposicionado en la agenda pública internacional el
debate, hoy centrado esencialmente en las condiciones de su asilo y en las
presiones para su extradición.
Sin embargo, mirando hacia
atrás resulta curioso el hecho de que pese a la enormidad de las revelaciones
contenidas en los cables, la sensación de muchos es la de que hubo más ruido
que nueces. ¿Demasiada información? ¿Temas muy diversos y dispersos
concentrados en pocas semanas? ¿Expectativas aplastadas por una avalancha de
información demasiado grande en un mundo acostumbrado a lo inmediato y a lo
efímero? ¿Incredulidad subconsciente frente a la grosería de los hallazgos? ¿O,
por el contrario, indiferencia ante una realidad que ya todos se imaginaban?
El hecho es que finalmente
la saturación de información fue tal, que seguramente hoy nadie recuerda nada
en concreto, ni siquiera aquellas partes que hacían referencia a Bolivia o a
temas de nuestra competencia. Vaya paradoja: el exceso de información, en los
hechos, anuló casi por completo el impacto de una bomba que, en teoría, debía
hacer palidecer al escándalo Watergate.
El ruido ensordecedor
causado por las cientos y miles de revelaciones contenidas en los cables del
Departamento de Estado norteamericano impidió cualquier tipo de retención sobre
todos los asuntos descubiertos, y también borró de alguna manera el tema relevante;
me refiero a la constatación de que el manejo de la diplomacia y las relaciones
exteriores de la primera potencia del mundo, tiene como sustento la
especulación barata y el chismerío de poca monta. La cancillería de los
centinelas de la libertad no había sido la institución sacrosanta de alta
seguridad en donde diplomáticos y especialistas de excelencia mundial velan por
la observancia de la democracia y los derechos humanos.
Nada que ver. La información
generada desde allí mismo, desnudó más bien que la maquinaria diplomática más
influyente del mundo funciona a imagen y semejanza de unos burócratas que poco
o nada de diferente tienen con un empleado público de república bananera. Detrás
de las imponentes e intimidantes fachadas de las embajadas americanas en todo
el mundo, los más sensibles temas de política internacional resultan ser
tratados con la ligereza del cotilleo de cóctel, y con la ocurrencia del
funcionario que inventa historias para justificar su pega con interminables
“informes confidenciales”.
Nada sería eso. Haciendo
abstracción incluso de la ordinariez en las formas y las maneras, lo que debe
resaltar es el espíritu detrás del seguimiento a los gobiernos; en la óptica de
eso que algunos todavía insisten en llamar diplomacia, el mundo entero somos
una tribu de peones, más o menos útiles y funcionales a los intereses
económicos y geopolíticos de Washington. El estado de derecho, el respeto a la
soberanía, el ejercicio pleno y el desarrollo de la democracia y la observancia
de la institucionalidad, quedaron después de Wikileaks reducidos a una
palabrería vacía de contenido, solamente apta para el consumo de los giles, o
de lo muy vivos, que piensan que así nomás tiene que funcionar el mundo, es
decir bajo la tutela de los ricos y poderosos.
Ese es el meollo del asunto
a mi modesto entender: el menoscabo de majestad del sistema de valores
democráticos, y la pérdida confirmada de autoridad moral y política de los
Estados Unidos para seguir autodenominándose como el referente de los
principios del mundo libre y civilizado.
Como prueba de esto, me
remito a la airada reacción de Vargas Llosa, plasmada en su última columna de
El País. La virulencia con la que en ella ataca a Assange, incurriendo en una serie
de omisiones, arbitrariedades y prejuicios impropios, tanto del el intelectual,
como del literato. El alegato condenatorio es propio de alguien a quién le han
tocado la madre, y claro, en este caso no se trata ni de su madre biológica ni
de su madre patria, el Perú (¿o España?), sino justamente del paradigma de la
democracia liberal, y del rol mesiánico de los Estados Unidos en la cruzada
contra cualquier cosa que no sea el sagrado liberalismo político y económico.
Dice literalmente así, para
quienes crean que podría estar exagerando: “¿Contribuyeron las delaciones de WikiLeaks a airear unos
fondos delictivos y criminales de la vida política estadounidense? Así lo
afirman quienes odian a Estados Unidos, “el enemigo de la humanidad”, y no se
consuelan todavía de que la democracia liberal, del que ese país es el
principal valedor, ganara la Guerra Fría y no fueran más bien el comunismo
soviético o el maoísta los triunfadores”.
Así, por obra y gracia del
maniqueísmo de Vargas Llosa, nos hemos convertido todos en odiadores de los
Estados Unidos; pero ojo, si no se siente cómodo en la categoría, pues entonces
puede zafar lapidando a Assange. ¿Astuto, no?
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