domingo, 2 de septiembre de 2012

Lapidando a Assange (Artículo de análisis-Suplemento Ideas-Página Siete-02/08/12)


Dos años después de la publicación de una parte de los 250.000 cables de Wikileaks, es todavía difícil establecer su verdadero impacto. Y es que hay que considerar que, después de todo, el asunto tuvo, y tiene todavía, implicaciones diversas en los ámbitos diplomáticos, periodísticos, judiciales y, ciertamente, políticos. La suerte judicial de Julian Assange y la posición del gobierno británico le han devuelto actualidad al tema y han reposicionado en la agenda pública internacional el debate, hoy centrado esencialmente en las condiciones de su asilo y en las presiones para su extradición.
Sin embargo, mirando hacia atrás resulta curioso el hecho de que pese a la enormidad de las revelaciones contenidas en los cables, la sensación de muchos es la de que hubo más ruido que nueces. ¿Demasiada información? ¿Temas muy diversos y dispersos concentrados en pocas semanas? ¿Expectativas aplastadas por una avalancha de información demasiado grande en un mundo acostumbrado a lo inmediato y a lo efímero? ¿Incredulidad subconsciente frente a la grosería de los hallazgos? ¿O, por el contrario, indiferencia ante una realidad que ya todos se imaginaban?
El hecho es que finalmente la saturación de información fue tal, que seguramente hoy nadie recuerda nada en concreto, ni siquiera aquellas partes que hacían referencia a Bolivia o a temas de nuestra competencia. Vaya paradoja: el exceso de información, en los hechos, anuló casi por completo el impacto de una bomba que, en teoría, debía hacer palidecer al escándalo Watergate.
El ruido ensordecedor causado por las cientos y miles de revelaciones contenidas en los cables del Departamento de Estado norteamericano impidió cualquier tipo de retención sobre todos los asuntos descubiertos, y también borró de alguna manera el tema relevante; me refiero a la constatación de que el manejo de la diplomacia y las relaciones exteriores de la primera potencia del mundo, tiene como sustento la especulación barata y el chismerío de poca monta. La cancillería de los centinelas de la libertad no había sido la institución sacrosanta de alta seguridad en donde diplomáticos y especialistas de excelencia mundial velan por la observancia de la democracia y los derechos humanos.
Nada que ver. La información generada desde allí mismo, desnudó más bien que la maquinaria diplomática más influyente del mundo funciona a imagen y semejanza de unos burócratas que poco o nada de diferente tienen con un empleado público de república bananera. Detrás de las imponentes e intimidantes fachadas de las embajadas americanas en todo el mundo, los más sensibles temas de política internacional resultan ser tratados con la ligereza del cotilleo de cóctel, y con la ocurrencia del funcionario que inventa historias para justificar su pega con interminables “informes confidenciales”.
Nada sería eso. Haciendo abstracción incluso de la ordinariez en las formas y las maneras, lo que debe resaltar es el espíritu detrás del seguimiento a los gobiernos; en la óptica de eso que algunos todavía insisten en llamar diplomacia, el mundo entero somos una tribu de peones, más o menos útiles y funcionales a los intereses económicos y geopolíticos de Washington. El estado de derecho, el respeto a la soberanía, el ejercicio pleno y el desarrollo de la democracia y la observancia de la institucionalidad, quedaron después de Wikileaks reducidos a una palabrería vacía de contenido, solamente apta para el consumo de los giles, o de lo muy vivos, que piensan que así nomás tiene que funcionar el mundo, es decir bajo la tutela de los ricos y poderosos.
Ese es el meollo del asunto a mi modesto entender: el menoscabo de majestad del sistema de valores democráticos, y la pérdida confirmada de autoridad moral y política de los Estados Unidos para seguir autodenominándose como el referente de los principios del mundo libre y civilizado.
Como prueba de esto, me remito a la airada reacción de Vargas Llosa, plasmada en su última columna de El País. La virulencia con la que en ella ataca a Assange, incurriendo en una serie de omisiones, arbitrariedades y prejuicios impropios, tanto del el intelectual, como del literato. El alegato condenatorio es propio de alguien a quién le han tocado la madre, y claro, en este caso no se trata ni de su madre biológica ni de su madre patria, el Perú (¿o España?), sino justamente del paradigma de la democracia liberal, y del rol mesiánico de los Estados Unidos en la cruzada contra cualquier cosa que no sea el sagrado liberalismo político y económico.
Dice literalmente así, para quienes crean que podría estar exagerando: “¿Contribuyeron las delaciones de WikiLeaks a airear unos fondos delictivos y criminales de la vida política estadounidense? Así lo afirman quienes odian a Estados Unidos, “el enemigo de la humanidad”, y no se consuelan todavía de que la democracia liberal, del que ese país es el principal valedor, ganara la Guerra Fría y no fueran más bien el comunismo soviético o el maoísta los triunfadores”.
Así, por obra y gracia del maniqueísmo de Vargas Llosa, nos hemos convertido todos en odiadores de los Estados Unidos; pero ojo, si no se siente cómodo en la categoría, pues entonces puede zafar lapidando a Assange. ¿Astuto, no?  

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