Soy, como lo son muchos
bolivianos generacionalmente hablando, un hijo de la revolución, pero también
me tocó ser el hijo de un revolucionario. Mi padre fue uno de los conductores del
viejo MNR, y eso marcó mi vida de forma brutal; he cargado y probablemente lo
sigo haciendo, ya de manera distinta, con el peso que significa ser
descendiente de una de las figuras del 52, y esa herencia me ha marcado a
fuego, con lo bueno y también con lo malo
Viví a través de la vida y
la memoria de mi padre, indirectamente pero muy a flor de piel, las glorias y
las miserias de ese proceso, y por lo tanto nunca me resultó muy fácil mirar lo
ocurrido con la frialdad política y la distancia histórica necesarias. Han
tenido que pasar 60 años desde el 9 de abril, más de 25 años desde la muerte de
mi padre y un nuevo vuelco en la política, para sentir comodidad y sosiego en
la lectura retrospectiva de ese hecho político, tan histórico pero a la vez tan
personal.
Digo todo esto no con la
intención de expiar mis fantasmas, pues eso ya lo hice con mi ineludible paso
por el místico y desfigurado MNR, sino porque soy un convencido de que si bien
los grandes momentos de quiebre político se asientan en la acumulación
dialéctica de tensiones históricas, las revoluciones finalmente las encarnan
personas; falibles, mortales y de carne y hueso. La generación de las
condiciones socioeconómicas para el advenimiento de cambios estructurales es un
acto colectivo, pero la ejecución política de esos procesos estará siempre en
manos de individuos, que siempre dejan su sello y su impronta, allende las
ideologías y las causas profundas.
¿Quiénes fueron entonces
aquellos hombres que hicieron la revolución de abril? ¿Cuáles fueron los rasgos y características de
esa dirigencia, y cómo influyó eso en el manejo del proceso y en sus resultados
históricos?
En esa perspectiva no es un
dato menor señalar que los ideólogos y conductores de la revolución fueron hombres
citadinos provenientes de clases medias, que en su paso por la Guerra del Chaco
adquirieron conciencia de la condición indígena de su país. La feroz
experiencia de compartir trincheras y miedos con las mayorías hasta esos
momentos invisibles, y la sólida formación intelectual que cultivaron en la
posguerra, los convirtieron en iluminados, llamados por la historia para hacer
una revolución para los indios, pero sin ellos.
Habrá que preguntarse por
consiguiente si es posible tal cosa, es decir hacer una revolución “para
otros”, y si eso no explica de alguna forma el carácter burgués del rumbo que
tomó la gesta de abril. La presencia indígena en el MNR y en sus sucesivos gobiernos
estuvo reservada a las masivas manifestaciones de apoyo y agradecimiento de los
“compañeritos”, pero la verdad es que los tatanakas
no tocaban pito en las grandes decisiones ni en el manejo real del poder. La
actitud paternalista y condescendiente para con los liberados (casi señoriales
o de señoritos dirían los más críticos), se tradujo, como no podía ser de otra
manera en fiascos como la reforma agraria, que ignoró por completo la lógica
comunitaria indígena, con los consabidos resultados futuros.
Resulta siempre complicado y
riesgoso atribuirle pesos definitivos a ciertos factores, sobre todo tratándose
de procesos tan complejos, pero creo realmente que ese tutelaje político sobre
los que debieron ser el sujeto social revolucionario (y no solamente el agente
beneficiado), marcaron el fracaso de la revolución, en su idea primigenia. No
era posible la construcción de estado nacional, sin la acción directa y
protagónica del indio como portador de una identidad étnica propia.
Tan es así, que incluso
ahora, con un presidente indio y un gobierno con discurso indigenista, la
cuestión indígena continúa en constante querella. Lo
indígena-originario-campesino no es más que una entelequia, desvirtuada en los
hechos por la contradicción de intereses entre indígenas de tierras bajas y la
clase campesina, creada por el movimientismo, exaltada por los gobiernos
militares y potenciada por el actual régimen como nueva burguesía de
sostenimiento político; una nueva revolución, ésta vez más chola y plebeya, pero
que sigue postergando la aspiración y la realización indígena.
¿Fue la extracción social o
la condición de clase lo que determinó la conducta de la dirigencia
revolucionaria del 52? ¿Fue más bien su formación política, al calor de las
pugnas y dogmas teóricos de la primera mitad del siglo XX, lo que evitó que se
concentraran en lo indígena? ¿O fue el uso y disfrute del poder lo que
progresivamente los aburguesó, alejándolos aún más de la realidad indígena? ¿O
es que no fueron las personas, sino la implacable persistencia de hábitos y
prácticas racistas, cultura que no pudo ser superada por la revolución, lo que terminó
devorándola?
Más de medio siglo ha
pasado, y la discusión sigue abierta y candente; eso es lo maravilloso de estos
procesos, y por qué no, la posible lección para quienes se apresuran en
sentencias inmediatistas sobre el proceso que actualmente estamos atravesando.
En solo una década el MNR había sellado el curso de su revolución, creando un estatismo secante corrupto, un desarrollo des-equilibrado y sin diversificación, y consiguiendo algunas reivindicaciones sociales importantes.
ResponderEliminarLa percepción de inmediatez es solo una excusa para no reconocer el derrotero que ahora el pais experimenta en carne propia.