jueves, 29 de marzo de 2012

Los nuevos evangelistas de la tecnología (Columna Bajo la Sombra del Olivo-Página Siete-29-03-12)

Qué tal si un día usted se topa conmigo, y yo le salgo con que no sé si podría vivir sin mi Nissan Murano, o que mi vida no sería igual sin mis lentes Armani, o que me sentiría amputado e incapaz de seguir viviendo plenamente, si por alguna razón ya no pudiera usando mis audífonos Beats. Pues bien, como es natural, usted pensaría ya sea que me he convertido en un imbécil, o que algo muy extraño me ha ocurrido en la vida, al punto de haberme hecho perder la perspectiva. En todo caso, las dos opciones son gravísimas.

Resulta que me ocurre cada vez con más frecuencia sentirme perturbado por ciertas reacciones de gente muy querida y que considero que están lejos de ser imbéciles, que actúan como poseídos por una fuerza sobrenatural, cuando se refieren a su relación con sus teléfonos móviles. La tenencia de estos dispositivos, con tales o cuales atributos, parece estar causando estragos en la mente de sus usuarios, que van más allá de la simple dependencia operativa, y que rayan en la alienación y en el desquiciamiento.

Reconozco que el salto tecnológico que han dado los smartphones en los últimos años nos ha deslumbrado a todo, y que sus utilidades nos han cambiado, para bien o para mal, los patrones de trabajo y hasta el ritmo de nuestras vidas; yo mismo soy, considerando demás mi edad, un tipo inquieto con la tecnología y afecto a los gadgets de todo tipo.

Pero créanme, otra cosa son los nuevos evangelistas de la tecnología, secta conformada por los usuarios del célebre iPhone de Apple. He visto de cerca horrorosos casos de trasmutación personal, muy similares a lo que ocurre cuando alguien entra a una secta religiosa, y no puede resistir el impulso de compartir en público su salvación, desesperándose por convertir a sus congéneres, alumbrándolos con la nueva luz.

He tenido la oportunidad de utilizar durante un tiempo el sagrado aparatito, y debo decir que ciertamente es fantástico, pero curiosamente no es ni único ni extraordinario; prácticamente todas las cosas que hace, las puede hacer algún otro teléfono inteligente que corra con Android. Claro, el iPhone siempre será más finito, más estable y con alguna cosita extra que lo sitúa en la vanguardia.

Lo que pasa es que la marca Apple es una cosa tan poderosa como todas las otras marcas del mundo juntas; es el símbolo del dinero, del poder y del éxito, los tres mandamientos del “mundo moderno”. Es la empresa tecnológica más grande del mundo, la que más utilidades tiene (aunque para ello los fabricantes chinos esclavicen a sus empleados), dirigida por el nuevo gurú de las masas occidentales. Usar una marca de ese calibre no da solamente estatus, sino sentido de pertenencia y una seguridad parecida a la salvación. No tenerla o perderla, te lo quita todo.

¿Está hablando éste humilde columnista por pura envidia? Es posible. No tengo un iPhone porque es un producto caro y no tengo la espalda para ser usuario Apple; para serlo, debería tener mi iPhone sincronizado con un iPad y, mejor aún, con una iBook; poder renovarlos cada dos años y comprarme otro si lo pierdo o me lo roban, cosa bastante probable cuando uno anda cargando consigo dos mil dólares. Podría hacer el esfuerzo, pero sería algo así como tener una Range Rover, y no tener la plata para la gasolina, los repuestos y el seguro.

Pero también me asusta convertirme en otro chinchoso abogado defensor de oficio de la Apple, y poder llegar a sentir que mi felicidad y mi funcionalidad dependen de un aparato electrónico; la verdad, suficientes conflictos tengo en la vida como para inventarme uno más.

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