domingo, 18 de marzo de 2012

Deja vú (Artículo Suplemento Ideas-Página Siete-18/03/12)

La crisis que atraviesa Europa y los métodos económicos y políticos que intentan aplicar para resolverla son un curioso deja vu para quienes habitamos en este lado del mundo. El calvario que sufrimos en Latinoamérica en la década de los noventa se reproduce allí estación por estación, con diferentes actores y en circunstancias distintas, pero con un telón de fondo asombrosamente parecido al nuestro.

Que el tamaño de las economías es otro, que su cultura institucional puede ser mucho más sólida, que su peso y su capacidad de negociación con el mundo global son de otro calibre y que el mundo, probablemente no se puede dar el lujo de permitir que caigan como lo hicimos nosotros en su momento, no excluye a estos gigantes del primer mundo, de tener que vérselas, igual que nosotros, con el desagradable rostro de la factura política y social.

Y es que desde estas latitudes, sabemos de memoria que un desbarajuste de esa magnitud trae indefectiblemente consecuencias que trascienden el plano estrictamente económico; ahora mismo, la clase política europea está demasiado absorta en el vértigo del día a día del cálculo financiero, y demasiado apremiada para pensar en correlatos de mayor profundidad, pero la cruda realidad no espera ni da tregua, y de alguna manera, sin pedir permiso, ya han instalado en sus sociedades temas feos y potencialmente explosivos.

No me detendré en el debate de si la crisis europea es financiera, económica o estructural, pero lo que sí está claro es que se trata de una crisis mayúscula que tiene que ver con una progresiva pérdida de sus capacidades productivas, con su competitividad, con el hecho de haber gastado por mucho tiempo más de lo producido, con el contagio de la gran crisis financiera estadounidense del año 2008, con la falta de regulación del sistema bancario, con las grandes asimetrías entre los países de la comunidad, y con, oh sorpresa, altos índices de corrupción privada y estatal, rasgo que se pensaba era privativo de países salvajes del tercer mundo.

El remedio elegido para intentar resolver la enfermedad es el ajuste estructural de corte neoliberal, que no hace falta describir, en la medida en que todavía lo tenemos fresco en la memoria. Al otro lado del atlántico, el presidente Obama eligió al parecer otro remedio, el noekeynesianismo, que difiere en sus métodos con el neoliberalismo, pero que en este caso tiene algo en común con la decisión europea: su falta de resultados.

Pero lo importante para este análisis es fijarnos en quiénes tomaron estas decisiones para la crisis europea; ciertamente no fueron los municipios, ni los gobiernos locales, y ni siquiera los estados centrales. Las decisiones hoy se toman para todos desde Bruselas, donde la troika formada por la Comisión Europea, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Central Europeo, dictan las medidas a gobiernos arrodillados, sin importar su tendencia. Una foto tomada en Bruselas durante le enésima reunión de ministros de economía, grafica bien la situación: En ella se ve al comisionado europeo, en actitud de chacota entre amigotes, estrangulando al ministro de economía español, que llegaba a la reunión en la humillante misión de rogar por una flexibilización en el margen del déficit fiscal permitido por sus tutores.

Los españoles, así como el resto de los ciudadanos europeos, se dan cuenta de que, más allá de los números, lo que está en entredicho es su soberanía política. Ya nadie es tan ingenuo para pensar en el escenario comunitario, en el que se debía consensuar políticas que beneficiaran al conjunto; ahora la figura es de franca imposición, y quien decide es el dueño del circo, es decir el gobierno alemán. Quien esté pensando que esta pérdida de capacidades de decisión en temas fundamentales no tendrá efectos políticos y sociales de gran calado en los países que la sufren, simplemente vive en otro mundo.

Aun asumiendo que el concepto elemental de soberanía podría ser considerado como un anacronismo absurdo superado por la realidad global, no parece muy sano subestimar los efectos de su ausencia en la salud de la democracia y de la calidad de la representación política. ¿Cuál será el sentido de la democracia para un europeo que debe apostar electoralmente por un diputado, por un gobernador o por un presidente, a sabiendas de que, por encima de todo, priman instancias suprapolíticas, que serán las que finalmente definirán su vida? ¿Quién elige realmente a los mandamases que cortan el queque? ¿Qué chiste tiene un sistema de representación en el que los partidos se desgañitan por destacar sus diferencias ideológicas, para terminar en el mismo cadalso? ¿Para qué elegir un presidente, si Europa ya tiene una presidenta?

Esos son los ingredientes que se cuecen lentamente en el fondo de la olla europea; querellas que buscarán respuestas concretas, más temprano que tarde y amén de las recetas anticrisis. Pase o no pase la tormenta, la Europa del futuro inmediato no será la misma, y mostrará los moretones sociales de una crisis de consecuencias imprevisibles.

Podrá ser el fin de un experimento comunitario de cincuenta años, el retorno de propuestas endógenas de alto contenido nacionalista y xenófobo, o el estallido social como prolegómeno del extremismo ideológico. Desde acá, sabemos que todo es posible después del ajuste, pero eso habrá que preguntárselo al joven europeo de veinticinco años, que no es desempleado, sino que nunca tuvo empleo.

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