jueves, 9 de diciembre de 2010

La educación como imperativo nacional (Columna Bajo la Sombra del Olivo-Página Siete-09-12-10)

¿No es verdad que los columnistas y analistas tendemos a fin de año a relajarnos un poco, a bajar la guardia, a ser más benevolentes, y mirar las cosas con menos dosis de veneno y más carga emotiva y buena fe? Pues la verdad es lo que sigue, no es una columna con mucho de ese espíritu navideño. Todo lo contrario. Me invade, como pocas veces me ocurre con tanta intensidad, una sensación de desazón y desasosiego profunda, que me ha calado hasta los huesos, por no decir el alma misma. Desde mi perspectiva como comunicador y hombre interesado e involucrado en la política, me ha asaltado la idea de que todos estamos arando en el desierto, y de que los inmensos esfuerzos que hemos hecho los bolivianos los últimos treinta años, están cayendo en saco roto; que estamos arando en el desierto, sin posibilidad alguna de ver los frutos de una esforzada y sacrificada siembra colectiva.

Me ha tocado este último mes, trabajar en contacto con jóvenes pre universitarios de colegios públicos y privados. Y lo que debería haber sido una experiencia refrescante desde cualquier punto de vista, resultó siendo una revelación de rasgos generacionales que, francamente me ha perturbado. Digo mejor, más que una revelación, fue una suerte de confirmación de ciertas características alarmantes, que me han preocupado y ocupado en muchas de mis columnas.

No es sorpresa ni ofensa para nadie decir, con todas sus letras, que los bachilleres bolivianos terminan el ciclo escolar con un nivel académico muy bajo, por decir lo menos. Esto no se aplica exclusivamente a los bachilleres de colegios fiscales; si bien la educación privada goza de mejor salud, la mediocridad de públicos y privados está muy por encima de lo admisible.

La poca capacidad de reflexión y de análisis de nuestros jóvenes parece ser el producto de un sistema educativo orientado a la memorización mecánica de toneladas de información inconexa y sin sentido. Mi experiencia reciente fue con changos urbanos de la sede de gobierno, y no tengo ninguna razón para pensar que los chicos de provincias o zonas rurales sean mejores; me imagino, más bien, que las falencias se deben acentuar a un grado que me cuesta imaginar.

Al margen del bajo nivel de formación, los rasgos hallados tampoco son muy alentadores. Estamos frente a una generación de jóvenes tremendamente timorata y conservadora, anclada en lugares comunes y clichés propios de una telenovela. Nada tienen del espíritu retador, contestatario y rebelde que ha caracterizado a camadas anteriores, a los que les tocó vivir tiempos retadores y prolíficos.

La suma de una educación escolar deficiente, de una atmósfera social (reproducida globalmente ad infinitum) que desprecia explícitamente el conocimiento y la cultura, y los déficits en la inculcación de valores en el seno de los hogares, es una verdadera bomba atómica. Vaya paradoja, la generación tecnológica con acceso ilimitado y prácticamente gratuito al conocimiento a través del internet, resulta desinteresada y desapasionada de todo lo que no tenga que ver con el espectáculo la farándula y el deporte.

Frente a tanto suceso político de envergadura, parecería que hemos olvidado que no hay futuro posible si no encaramos nuevamente una reforma estructural de nuestro sistema educativo, que debe comenzar con un pacto social acerca de la necesidad de declarar a la educación como un imperativo nacional prioritario.

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