La siguiente historia de
terror ocurrida en Chile durante los últimos cinco años ilustra de gran manera
las dudas recurrentes que tengo acerca de la sostenibilidad del capitalismo y la
economía de mercado, así como los conocemos y sufrimos en gran parte del mundo.
Entre los meses de diciembre
de 2007 y marzo de 2008, las tres mayores cadenas farmacéuticas chilenas,
Farmacias Ahumada, Cruz Verde y Salcobrand, que juntas controlan más del noventa
por ciento del mercado, se pusieron de acuerdo para subir el precio de 222
remedios, en su mayoría destinados al tratamiento de enfermedades crónicas
(Parkinson, epilepsia, diabetes, asma y reumatismo), además de antibióticos y
anticonceptivos.
No era la primera vez que la
hacían, pero aquella vez el tema fue muy grosero con sobreprecios que
alcanzaban hasta el 3000%; el Ministerio de Salud realizó una denuncia ante la
Fiscalía Nacional Económica, que después de varios meses de investigación,
presentó un requerimiento ante el Tribunal de defensa de la Libre Competencia,
que a su vez estableció que evidentemente hubo una colusión de precios que les
significó a esas empresas ganancias extraordinarias de más de 40 millones de
dólares.
Una de las cadenas
implicadas confesó el delito y negoció una multa de un millón de dólares,
mientras que las otras dos la pelearon y terminaron pagando multas que estuvieron por debajo de la mitad de los
beneficios obtenidos. La historia de horror e impunidad es larga y penosa, y
continúa hoy con un capítulo a cargo de un juzgado chileno que, lejos de
castigar penalmente a los ejecutivos responsables del delito, no ha tenido
mejor idea que enviarlos a pasar clases de ética, lo que ha ocasionado una
nueva ola de bochorno e indignación en la sociedad chilena.
Si un zafarrancho así ocurre
en Chile, país que teóricamente destaca por su larga y madura
institucionalidad, por su desarrollado sistema de regulación y por impecable
poder judicial, imagínese lo que pasará en otros lugares.
El tema de fondo para mí es
que el sistema capitalista y de libre mercado se jode a partir del crecimiento
desmesurado de las empresas a través de las fusiones y adquisiciones. La
codicia y la angurria ilimitada de las corporaciones los convierte en monstruos
que lo devoran todo y terminan mordiéndose la cola. El tamaño que adquieren
estas empresas y las absurdas utilidades que logran obtener, les da un tal
poder que pervertir a todo el sistema.
Esas estrafalarias
utilidades pueden comprar legiones de abogados, auditores, financieros,
marketeros y cabilderos, expertos en encontrarle la vuelta a cualquier legislación
o regulación posibles, bajo la apariencia de la legalidad. Pero además, esa
plata alcanza para todo, y las gigantescas corporaciones terminan
irremediablemente cerrando el círculo de poder, intrincándose con el sistema
político, directa o indirectamente.
La cosa termina
invariablemente en abusos masivos de estas compañías en contra de la
ciudadanía, que tarde o temprano estalla, empujando el péndulo hacia el otro
lado, que puede ser la estatización o cualquier otra fórmula que los alivie de
los atropellos del coludido poder político-empresarial.
Los economistas y expertos
seguramente me tildarán de ingenuo o ignorante, pero sigo creyendo que la única
solución posible para impedir el recurrente péndulo entre los excesos
corporativos y las eclosiones sociales, pasa por impedir, local y globalmente,
el crecimiento de las empresas, poniéndoles límites sustancialmente más
restrictivos que los que las entidades regulatorias han intentado hasta ahora,
incluso en las economías más desarrolladas.
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