En el breve lapso de cinco
semanas, la Iglesia Católica nos ha sorprendido dos veces. Sorprendido digo
porque han ocurrido dos hechos inesperados que han descolocado, tanto al mundo
creyente como a la opinión pública en general. Las otras noticias que solían
llegar desde el Vaticano, las de pederastia, corrupción, homosexualismo y demás
manejos turbios, en verdad, nunca fueron sorpresa para nadie.
Un remezón de esa magnitud
en una institución tan poderosa y tan decadente como la iglesia es, sin duda,
motivo de interés para moros, y de esperanza para cristianos. No es habitual en
estos tiempos oscuros, que ocurran cosas que sacudan a los grandes poderes
establecidos, ya sean éstos políticos, económicos o religiosos. Por eso la
magistral pirueta política de Joseph Ratzinger, en clave de renuncia, además de
conmocionarme, encendió en mí un renovado interés por el mundo religioso y el
rumbo de la iglesia.
Ese poderoso gesto que pateó
el tablero de poder de la jerarquía eclesiástica, consiguió poner contra las
cuerdas al vetusto establishment al mando de la iglesia y forzó un nuevo
escenario, en el que se debían tomar decisiones trascendentes. Pero también
debo admitir que aquella renuncia generó en mí, en el plano estrictamente
personal, una sorprendente luz de esperanza acerca de la posibilidad de un
cambio en una institución con la que tengo serios reparos.
Soy, como muchos otros, un
católico creyente que con el paso de los años se ha distanciado completamente
de la iglesia. Si bien hasta hace unos quince años atrás asistía regularmente a
misa e intentaba cumplir con la ritualidad católica, paulatinamente fui
sintiendo que el clero no representaba ni lo que para mí significa la fe en
Dios, ni mi ideología política y mucho menos los preceptos del evangelio.
Terminé considerando a la iglesia como una mera institución al servicio de los
intereses más aborrecibles, convirtiéndome en un anticlerical confeso. Vivo mi
religiosidad en soledad y la verdad es que el único conflicto que debo todavía
enfrentar es el explicarles a mis hijos la diferencia entre Dios y la iglesia.
Haciendo memoria, mi
distanciamiento con la iglesia comenzó el año 1993, cuando estuve viviendo en
Chile; a pocos días de instalarme en Santiago, busqué el domingo por la mañana
la iglesia más cercana a mi departamento. Era un 11 de septiembre, y tuve que
soportar un sermón que fue una oda a Pinochet y a su gloriosa labor de haber
salvado a aquel país de comunismo. Comprenderán ustedes las náuseas que tuve
que controlar.
Traigo a colación esta
anécdota a propósito de las inmediatas reacciones que han surgido sobre la
elección del nuevo Papa argentino. Se le acusa justamente de haber sido
tolerante con las dictaduras de su país, y de haber desamparado a curas de su
congregación que fueron detenidos y torturados por los milicos, por su
condición de marxistas.
La elección del nuevo Papa-y
no la erección, como erróneamente señalaba la televisión chilena- ha causado
espanto en muchos argentinos que lo señalan como un experto encubridor de
crímenes. Jodida apreciación para un hombre que precisamente está llamado a
hacer todo lo contrario en el seno de la iglesia. En beneficio de la duda, hay
que decir también que el arzobispo de Buenos Aires ha tenido una agria historia
de enemistad con el matrimonio Kichner, lo que podría ser motivo de su mala
prensa.
Lo que no es motivo de duda
es su posición conservadora en temas como el matrimonio gay, el uso de
contraceptivos, la eutanasia, la ordenación de mujeres, y otros tópicos
instalados en la agenda de reformas de la iglesia. Acá es dónde uno se pregunta
sobre cuales habrán podido ser los acuerdos para viabilizar esta rápida
elección. No vaya a ser que, contra todas las expectativas de cambio real y
purga interna, se haya tranzado por una figura tibia y de aparente transición,
bajo la vendedora imagen de un jesuita tercermundista de conductas sencillas y
fuerte sensibilidad social.
Sería trágico que así fuere,
pues la situación de la iglesia no está para juegos ni maniobras; los gestos y
señales simbólicas no son ya suficientes para una mayoría que espera cambios
concretos y radicales que reorienten a la Iglesia al mundo de hoy y a las
necesidades materiales y espirituales de los humildes y los desposeídos, lo que
no es otra cosa que la enseñanza de Jesús.
No quiero perder ese atisbo
de esperanza y de emoción que sentí al ver aparecer en el balcón a ese hombre
afable y sereno, que podría ser el comienzo de mi reconciliación con la
iglesia. Confieso también que rezaré para que con sus actos, la iglesia nos
siga sorprendiendo positivamente y se transforme en ese instrumento de fe que
el mundo tanto necesita. Pero insisto, las señales, por muy auspiciosas que
fueran, no van a ser suficientes si no vienen acompañadas de hechos.
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