martes, 19 de marzo de 2013

Confesiones de un anticlerical (Artículo Suplemento Ideas-Página Siete-17/03/13)


En el breve lapso de cinco semanas, la Iglesia Católica nos ha sorprendido dos veces. Sorprendido digo porque han ocurrido dos hechos inesperados que han descolocado, tanto al mundo creyente como a la opinión pública en general. Las otras noticias que solían llegar desde el Vaticano, las de pederastia, corrupción, homosexualismo y demás manejos turbios, en verdad, nunca fueron sorpresa para nadie.
Un remezón de esa magnitud en una institución tan poderosa y tan decadente como la iglesia es, sin duda, motivo de interés para moros, y de esperanza para cristianos. No es habitual en estos tiempos oscuros, que ocurran cosas que sacudan a los grandes poderes establecidos, ya sean éstos políticos, económicos o religiosos. Por eso la magistral pirueta política de Joseph Ratzinger, en clave de renuncia, además de conmocionarme, encendió en mí un renovado interés por el mundo religioso y el rumbo de la iglesia.
Ese poderoso gesto que pateó el tablero de poder de la jerarquía eclesiástica, consiguió poner contra las cuerdas al vetusto establishment al mando de la iglesia y forzó un nuevo escenario, en el que se debían tomar decisiones trascendentes. Pero también debo admitir que aquella renuncia generó en mí, en el plano estrictamente personal, una sorprendente luz de esperanza acerca de la posibilidad de un cambio en una institución con la que tengo serios reparos.
Soy, como muchos otros, un católico creyente que con el paso de los años se ha distanciado completamente de la iglesia. Si bien hasta hace unos quince años atrás asistía regularmente a misa e intentaba cumplir con la ritualidad católica, paulatinamente fui sintiendo que el clero no representaba ni lo que para mí significa la fe en Dios, ni mi ideología política y mucho menos los preceptos del evangelio. Terminé considerando a la iglesia como una mera institución al servicio de los intereses más aborrecibles, convirtiéndome en un anticlerical confeso. Vivo mi religiosidad en soledad y la verdad es que el único conflicto que debo todavía enfrentar es el explicarles a mis hijos la diferencia entre Dios y la iglesia.
Haciendo memoria, mi distanciamiento con la iglesia comenzó el año 1993, cuando estuve viviendo en Chile; a pocos días de instalarme en Santiago, busqué el domingo por la mañana la iglesia más cercana a mi departamento. Era un 11 de septiembre, y tuve que soportar un sermón que fue una oda a Pinochet y a su gloriosa labor de haber salvado a aquel país de comunismo. Comprenderán ustedes las náuseas que tuve que controlar.
Traigo a colación esta anécdota a propósito de las inmediatas reacciones que han surgido sobre la elección del nuevo Papa argentino. Se le acusa justamente de haber sido tolerante con las dictaduras de su país, y de haber desamparado a curas de su congregación que fueron detenidos y torturados por los milicos, por su condición de marxistas.
La elección del nuevo Papa-y no la erección, como erróneamente señalaba la televisión chilena- ha causado espanto en muchos argentinos que lo señalan como un experto encubridor de crímenes. Jodida apreciación para un hombre que precisamente está llamado a hacer todo lo contrario en el seno de la iglesia. En beneficio de la duda, hay que decir también que el arzobispo de Buenos Aires ha tenido una agria historia de enemistad con el matrimonio Kichner, lo que podría ser motivo de su mala prensa.
Lo que no es motivo de duda es su posición conservadora en temas como el matrimonio gay, el uso de contraceptivos, la eutanasia, la ordenación de mujeres, y otros tópicos instalados en la agenda de reformas de la iglesia. Acá es dónde uno se pregunta sobre cuales habrán podido ser los acuerdos para viabilizar esta rápida elección. No vaya a ser que, contra todas las expectativas de cambio real y purga interna, se haya tranzado por una figura tibia y de aparente transición, bajo la vendedora imagen de un jesuita tercermundista de conductas sencillas y fuerte sensibilidad social.
Sería trágico que así fuere, pues la situación de la iglesia no está para juegos ni maniobras; los gestos y señales simbólicas no son ya suficientes para una mayoría que espera cambios concretos y radicales que reorienten a la Iglesia al mundo de hoy y a las necesidades materiales y espirituales de los humildes y los desposeídos, lo que no es otra cosa que la enseñanza de Jesús.
No quiero perder ese atisbo de esperanza y de emoción que sentí al ver aparecer en el balcón a ese hombre afable y sereno, que podría ser el comienzo de mi reconciliación con la iglesia. Confieso también que rezaré para que con sus actos, la iglesia nos siga sorprendiendo positivamente y se transforme en ese instrumento de fe que el mundo tanto necesita. Pero insisto, las señales, por muy auspiciosas que fueran, no van a ser suficientes si no vienen acompañadas de hechos.   

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