Oruro está en pie de guerra.
Marchas, huelgas de hambre, vigilias, plazos perentorios y amenazas de cierre
de centros abasto y cercos a la ciudad, anuncian la posibilidad de un explosivo
enfrentamiento entre civiles. La temperatura del conflicto aumenta con el paso
de los días, y nadie parece mosquearse mucho ante el riesgo de que una chispa
encienda un fuego que puede terminar fácilmente en un quilombo con muertos y
heridos.
No sé si yo vivo en otro
planeta, pero la figura de un enfrentamiento entre civiles insuflado desde el
poder político, me parece, en sí, un hecho gravísimo. Nuestra agitada historia
política contemporánea, rica en episodios de lucha política y social, nunca
registró prácticas tan abominables como ésta, en la que el poder no se enfrenta
directamente con los querellantes, y más bien recurre a la movilización de
otros estamentos sociales para conseguir sus objetivos.
No es la primera vez que
esto ocurre en los últimos tiempos; durante la última marcha del Tipnis se jugó
con tácticas parecidas y, en ese entonces, desde ésta columna también manifesté
mi asombro y condena ante tal extremo. Si bien reafirmo ahora que no existen
justificativos suficientes para éste tipo de prácticas, en aquel momento el
gobierno se jugaba evidentemente muchas cosas de gran alcance político frente a
la marcha indígena.
Ahora, sin embargo, lo único
que está en juego en este escenario es ¡el nombre de un aeropuerto! Una ciudad
convulsionada desde hace semanas, cívicos, universidades, federaciones de
campesinos, asociaciones de municipios, centrales obreras, asambleas
departamentales y ciudadanía en general, movilizados y en estado de emergencia,
no por la demanda de un aeropuerto, sino por un desatino político en el bautizo
de la obra entregada.
Esta increíble historieta
refleja un desquiciamiento político realmente preocupante. Si esa va a ser la
tónica del año electoral que se nos viene, por favor, que Dios y el nuevo Papa
se apiaden de nosotros, porque esto va a ser insoportable; una banalidad, mal
manejada desde un principio, convertida en una pulseta de poder que busca
escarmentar no sé muy bien a quién, ni porqué; una batalla gratuita que el
gobierno no libra en territorios otrora opositores, sino en uno de sus
bastiones electorales más fuertes. ¿Todo por el simple hecho de no dar un paso
atrás y no reconocer un error cometido por unos asambleístas adulones? ¿Todo
por no renunciar a un simbolismo más en la construcción de la figura mítica del
presidente? Incomprensible.
Y no hay dónde perderse,
quien debió resolver el asunto desde el principio es el presidente Morales. Cuando
su desubicada bancada regional propuso el cambio de nombre, ahí nomás debió
haber rechazado el honor, simplemente porque no está bien aceptar algo así en
pleno ejercicio del poder. Debió haber previsto que habría reacciones adversas,
debió haber intervenido directamente mucho antes, y debió haber evitado que las
cosas se compliquen a un grado en que, haga lo que haga en adelante, saldrá mal
parado del impasse.
El quiebre de fuerzas en
Oruro ya está dado- gratuitamente- y no tiene vuelta atrás; aún si son sus
asambleístas los que retroceden, igualito quedará como una derrota política
para el MAS. Lo único que le quedaría es dar dos pasos adelante, ordenando que
se retire su nombre de toda obra, calle, plaza o escuela en las que se haya
hecho lo mismo, cortando así el problema de raíz. La otra es desentenderse del
tema, y dejar que la sangre llegue al río.
En todo caso, tal como en la
secuela de películas, el desastre en el aeropuerto parece inevitable.
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