Confieso que a veces me
cuesta reconocer mi propio entorno social. La pequeña ciudad, aún más pequeña
vivida desde el hermetismo de las elites, es ya cosa del pasado, y asumo que ha
ocurrido algo parecido en otras ciudades del país; es cierto que somos más, que
la población ha crecido a un ritmo acelerado en las dos últimas décadas y que
diez millones de habitantes representan ya una masa importante, pero esa
sensación de crecimiento abrupto se debe probablemente a las transformaciones
en la hasta hace poco rígida estructura social.
La sociedad de
compartimientos estancos conformada por pequeñas burguesías urbanas y grandes
segmentos populares y rurales, históricamente casi inmóviles, ha cambiado
significativamente en función a los procesos económicos y políticos registrados
en los últimos treinta años. La dinámica social intensa y permanente es de
alguna manera novedosa y hasta sorprendente para una sociedad acostumbrada a un
inmovilismo alterado solamente en un par de episodios pico en nuestra historia
contemporánea.
Esa inédita movilidad social
opera en todas las direcciones y ha desatado unos despliegues sociales que le
han cambiado la cara al país que conocíamos, planteándonos incluso dificultades
para reconocer y re comprender nuestro mismo medio. Es sobre todo el
ensanchamiento de las clases medias el que en nuestro caso, muy urbano y muy de
privilegios, nos ha enfrentado a un nuevo escenario, tan fascinante como
desconocido.
A estos fenómenos sociales
se suman ciertos elementos de coyuntura económica que acentúan mis sensaciones,
acercándolas al desconcierto; la enorme liquidez que circula en determinados
segmentos del mercado, fruto de ciertas políticas económicas y posiblemente del
creciente peso de actividades paralegales o ilícitas, el boom de las
construcciones, la explosiva expansión de negocios comerciales y de
entretenimiento, entre otros tantos rasgos, nos tiene a todos un tanto atónitos.
Pero lo que más llama la
atención son los cambios en los comportamientos de esta nueva gama de clases
medias en la que todos estamos metidos, unos de subida, otros de bajada. Los
patrones de ahorro, de gasto y de consumo se han modificado profundamente, no
solamente en las nuevas generaciones de jóvenes, y hoy se parecen cada día más
a los de sociedades en tránsito desordenado a la modernidad, y a todo lo que
aquello implica.
La compra de casas y
departamentos a precios de primer mundo, el auto sacado de la tienda, también a
crédito, el segundo auto por si acaso, las vacaciones dos veces al año, una vez
por lo menos en el exterior, las tarjetas de crédito para consumo, la colección
de aparatos electrónicos de todo tamaño y color, y el gasto sistemático y
creciente en ocio y gastronomía, se han convertido en hábitos a seguir e
imitar.
La plata que corre parece
ejercer un llamado a la carrera frenética que en muchos casos se traduce en la
enajenación de alguna gente, que proyecta sus
expectativas ya no en base a su realidad, sino en los imaginarios de hiperconsumo
propios de economías realmente emergentes.
Afortunadamente o
desafortunadamente, como quiera verse, esto no ocurre con todos; la gran masa
de asalariados, más grande de lo que se piensa y que no tiene la posibilidad
lanzarse al vértigo de ninguna aventura, tiene que vérselas con el día y a día
y con una realidad cada vez más precaria, pues ni los dos sueldos juntos consiguen
alcanzar el encarecimiento sostenido y general. Así se han comenzado a afianzar
unos desajustes sociales preocupantes que tienden a profundizar las
desigualdades con la brutalidad característica del capitalismo más salvaje.
La pregunta que uno se hace
es cuán sostenible puede ser ese tren para una economía tan frágil y tan
dependiente del precio de materias primas como la nuestra. No es misterio para
nadie que el sobrecalentamiento de algunos sectores no tiene obligatoriamente
relación con el desarrollo real de nuestra economía; hay que diferenciar: una
cosa es el espejismo de la jauja del circulante, y otra muy distinto el
desarrollo económico cimentado sobre bases más sólidas.
No tengo razones concretas
para pensar que esta coyuntura tiene los días contados; probablemente pueda
durar bastante tiempo más, y con algo más de suerte, de cordura y seriedad (las
dos últimas faltan), se puedan sentar algunas bases que nos protejan ante
probables adversidades futuras. Habrá que ver cuán blindados estamos, cuan
aislados estamos realmente de la globalidad financiera, y cuanto no podrían
afectar los serios tropezones que atraviesa el primer mundo.
Pero si la volatilidad de la
economía mundial y regional se encarga en algún momento de regresarnos
abruptamente a la realidad, mucho me temo que el impacto sobre aquella gente
enfilada en la vorágine del consumo y del endeudamiento, podría ser devastador.
Las frustraciones que de allí salgan serán sin duda de la misma magnitud que
las aspiraciones y expectativas. Así como ocurre con las economías, los ánimos
de la gente también tienden a recalentarse, y un enfriamiento súbito tendría en
ambos casos el efecto de un balde de agua fría.
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