He afirmado en reiteradas
oportunidades que el gobierno se encuentra más cómodo en circunstancias de
efervescencia, en medio de conflictos, la mayoría de las veces generados por él
mismo. La lógica del despelote permanente como modus vivendi parece responder a
la idea de que la confrontación asegura la tensión necesaria de ciertos
sectores con alta capacidad de presión, considerados como la base dura de apoyo
al régimen.
Ese estado de crispación
constante permite también mantener el volumen del discurso revolucionario en el
máximo de decibeles, recurso que si bien mantiene en estado de sobre excitación
a los más rudos, ha ido perdiendo paulatinamente su efecto en el resto de la
sociedad, cada día más indiferente ante la retórica incendiaria del gobierno.
El escenario de la bulla y
el alboroto pude servir muy bien para distraer atenciones y para invisibilizar
una gruesa colección de problemas de gestión que aquejan al régimen, pero para
que funcione así, el gobierno debe tener bajo control a los verdaderos factores
de poder, los que en definitiva garantizan que la cosa no llegue a mayores. Aunque
para muchos resulte algo temerario, se puede jugar con fuego e incluso con
dinamita, siempre y cuando se tenga la certeza de que los que tienen capacidad
de mover las cosas, están alineados, contentados o bajo control.
En este juego de tensiones,
la sensación de zozobra y de desgaste es intrascendente si las viejas elites de
banqueros, agropecuarios, empresarios y poderes regionales están más o menos
acomodados y más o menos satisfechos con el estado de las cosas y con lo que el
régimen les ofrece; lo mismo ocurre con la nuevas elites partidarias, burocráticas,
cocaleras, “chuteras” y afines, esas sí, más que satisfechas; quedan los
factores de apoyo externos (escenario con tendencia a desdibujarse), y, por
supuesto, los dueños de los fierros, es decir las Fuerzas Armadas y la Policía
Nacional.
Entre éstos últimos, los
militares no constituyen amenaza alguna, pues los mimos de los que han sido
objeto se han traducido en un respaldo casi militante que no da lugar a dudas.
Pero, ojo, con la Policía la historia no ha sido tan bonita y ha estado más
bien marcada por permanentes sobresaltos. Los relevos y destituciones de sus
altos mandos han sido acompañados por una seguidilla de plazos y conminaciones
para una reforma imposible de llevar a cabo en una institución aquejada de
problemas estructurales, y de una injerencia política consuetudinaria.
Hace unos días, a raíz de la
actuación policial en torno al bloqueo de los choferes, el país se lamentaba
del uso de una institución armada al servicio de los intereses políticos del
partido de gobierno; curiosamente, al tiempo que esto ocurría, el ministro de
gobierno enfrentaba un escenario de dilaciones, encubrimientos y desacatos en
el caso de los cadetes de la Unipol, y la ministra de transparencia denunciaba
amenazas policiales en su contra.
La crisis policial ahora
parece haber alcanzado otra dimensión con un nombramiento que vulnera una serie
de normas, y que ha causado airadas reacciones en ciertos mandos; la ocasión ha
sido propicia también para que el general Sanabria encienda el ventilador desde
su cautiverio en Miami, lo que no hará otra cosa que agravar un ambiente que
sin duda preocupa al gobierno.
Un panorama turbio en el que
lo único que queda claro, es que puede ser muy complicado administrar la
conflictividad con una policía al borde del amotinamiento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario