Me llama poderosamente la
atención que en el permanente cálculo político que se hace en el círculo íntimo
del poder presidencial en todas las decisiones que se toman, nadie se anime a
decirle al presidente que, tal como han planteado las cosas, cualquiera fuera
el desenlace de la Novena Marcha, el gobierno saldrá del asunto mal parado.
Si la marcha supera la
inmensa cantidad de obstáculos plantados desde el poder y llega hasta la ciudad
de La Paz, aún en las condiciones más deplorables, el simple hecho de llegar
será una nueva derrota para el gobierno. No importa si en vez de los miles que
llegaron el año pasado llegan solamente algunos cientos; no importa si el
recibimiento de las clases medias urbanas no alcanza el nivel apoteósico del
que todos fuimos testigos, y tampoco importa si su llegada no coincide con un
ambiente de convulsión social y no consigue concentrar descontentos sectoriales
diversos, de acuerdo a las apuestas y esperanzas de muchos.
Si llegasen cuatro
zaparrastrosos famélicos arrastrando los pies, con mayor razón la ciudadanía se
sensibilizará con el martirologio y el sacrificio de un puñado de hombres y
mujeres capaces de desafiar cualquier tipo de adversidad y agresión en pos de
sus objetivos.
Hablo de una derrota para el
gobierno bajo la premisa de que el objetivo de toda la operación política y
económica desplegada en los últimos meses, era el de evitar a toda costa que la
marcha se inicie, cosa que evidentemente no consiguieron. Si no se podía evitar
la salida de la marcha, la estrategia era impedir que pasaran más allá de San
Ignacio, cosa que tampoco ocurrió.
Si bien los operadores,
encabezados por el mismo presidente, consiguieron debilitar y dividir a la
dirigencia con una serie de acuerdos basados en la prebenda, lograron bloquear
el apoyo logístico y económico de parte de instituciones que apoyaron las
anteriores marchas, y pudieron hasta cierto punto diluir su trasfondo
ideológico y político complejizando la trama de actores y de demandas para que
el tema aparezca como un conflicto de intereses, y no de principios, el
resultado hasta ahora, es que la marcha partió y sigue avanzando.
Pero digamos que se logre
asfixiar y amedrentar a los marchistas a tal punto, que la marcha se extinga
por agotamiento, y los indígenas tengan que levantar los brazos y retornar a
sus comunidades ¿Será esa una victoria para el gobierno? No lo creo. Un
desenlace así quedará en el registro social como un abuso infame del poder en
contra de su propia y más simbólica base indígena. ¿Nadie le habrá dicho al
presidente que esa horrorosa prueba de pragmatismo podría convertirse en el
peor resultado posible?
El único camino en el que el
gobierno podría salir fortalecido es en realidad muy fácil; bastaría con que se
suspenda el proyecto de construcción (que además ya no tiene empresa
constructora y cuyo financiamiento en las mismas condiciones es altamente improbable),
se abrogue la Ley 122 y se abra un proceso largo de discusión consensuada de
una nueva ley de consulta. Con una medida así, el gobierno tendría que
administrar algunos descontentos internos, pero a cambio podría limpiar el
basural que ha regado en el camino y obtener grandes rédito políticos.
Lamentablemente, esa opción parece imposible, probablemente a cusa de la
obsecuencia del círculo íntimo del poder palaciego.
Así las cosas, preocupa
realmente el rumbo de un gobierno que, en este asunto como en otros, se
entrampa en sus propios errores a costa de un descredito y una deslegitimación
acumulativa que, de continuar así, podría incluso poner en riesgo la hasta
ahora cantada reelección del primer mandatario.
Entiendo que esta
preocupación pueda sonar algo extraña, pero tengo razones que me hacen temer
mucho un escenario preelectoral con un régimen seriamente desportillado en el
que esté en juego su continuidad. Temo en realidad cuales podrían ser las
reacciones de un gobierno herido y electoralmente amenazado. Me espanta la
paradójica figura de un régimen poderoso y al mismo tiempo sin poder, que ante
la sola posibilidad de perderlo, esté dispuesto a patear el tablero en
cualquier dirección, o a incendiar el país para evitar tal cosa.
No lo digo por el
presidente, que por su perfil y hasta por su edad biológica, bien podría pensar
en descansar un periodo para regresar con mayor fuerza. Lo digo por las
poderosísimas nuevas castas de privilegiados, que claramente no estarán
dispuestos a aceptar un final prematuro de su fiesta; y también lo digo por esa
porción de la población que, más allá de su postura política, valora su lealtad
étnica y simbólica con el presidente, y que podría concebir una interrupción
como un retroceso inadmisible.
Lo que en definitiva me
preocupa es que la incompetencia de gestión y de manejo político del gobierno esté
acelerando el agotamiento natural de su ciclo político y precipitando un
escenario en el que ya sea tarde para una verdadera rectificación de su rumbo.
La interrogante que dejo en el tapete tiene que ver con el tiempo político que
le resta a un gobierno en un aparente proceso de acelerado desgaste y auto
debilitamiento, y con las circunstancias y condiciones de un cambio de gobierno
en el corto plazo. Asumiendo claro, que alguien esté realmente dispuesto a
hacerse cargo del país con Evo al frente.
Bastante acuciosa, penetrante, yreveladora nota de Y. F.
ResponderEliminarDonde tal vez haya que considerarse mejor es en esto de las nuevas élites. Es bastante evidente para la mayoría al margen que estas se han erigido recientemente. Pero tambíén es evidente que no tienen espinazo ni ideológico, carácter político, ni estatura de liderazgo. Son más funcionales, de lealtades serviles y oportunistas, además de una ineptitud que no deja de sorprender.