jueves, 31 de marzo de 2011

Operías (versión 1.1) (Columna Bajo la Sombra del Olivo-Página Siete-31/03/11)

Le tomo la palabra al dilecto arquitecto Carlos Villagómez, quien desde su tribuna en un periódico colega, nos convoca a sumarnos al listado de operías que nos rodean en nuestro día a día, y que aceptamos resignados, como parte de nuestro folklore. Y extiendo el llamado a amigos y conocidos para que por lo menos se desahoguen un poquito, aportando con su experiencia y sufrimiento, a este relato que amenaza con ampliarse al infinito. Es cierto, cuantas operías debemos presenciar todos los días, contando hasta diez y hasta cien para no estallar en un ataque de ira; la mayoría de las veces no atinamos ni siquiera a reaccionar, atónitos y descolocados ante prácticas consuetudinarias que desafían nuestro sentido común. No se trata acá de buscarles explicaciones sociológicas a las operías, sino simplemente de inventariarlas, y con ellas construir un espejo de nuestra idiosincrasia. Me gustó la trica inicial de Carlos: los petardos en las marchas, los dólares rotitos rechazados en los bancos, y la sacudida de autos en las gasolineras para que entre más gasolina en el tanque. Aquí va la mía:

1. La corneta del camión del gas. Esta salvaje práctica rebasa ampliamente la clasificación de contaminación auditiva, y califica ya como un martirio colectivo, que seguramente bien merecido lo tenemos por no haber sido capaces hasta ahora de haber instalado conexiones domiciliarias de gas en toda la ciudad. El carro gasero anuncia su llegada cual buque transatlántico, con una estridencia que se escucha a leguas de distancia, para recordarnos todos los días que no pasará nunca por la misma, ni a la misma hora. El aullido infernal es solo para prevenirnos de que ha llegado la hora de cargar la garrafa al hombro y perseguir al camión por media vecindad. Si existiera tan solo un mínimo de planificación de rutas y horarios, bastaría con discreto timbre o señal electrónica, pero como en realidad solo se está anunciando el glorioso arribo a la zona, pues hace falta utilizar un mega claxon, tan poderoso que debe ser activado por un inflador de llantas, ya que no hay batería que resista. Pero las cosas siempre pueden empeorar: ahora, en mi barrio, ocurre lo mismo con el agua y las cisternas (con diferente tono de bocina, claro).

2. La gorra, el celular y los lentes. Ya sabe de lo que estoy hablando, ¿no es así? Los bancos en éste país han desarrollado una novedosa cultura de servicio, que consiste básicamente en hacerle la vida a cuadritos al cliente. A los pi-eich-di (Villagómez dixit, también), no les importa mucho que tengamos que esperar eternamente nuestro turno de atención; es más creo que están convencidos de que deberíamos estar agradecidos, porque estamos sentaditos mirando comerciales del banco en las pantalla, y ya no tenemos que hacer la fila parados. Lo que sí parece quitarles el sueño, es la cantidad de prohibiciones y restricciones con las que se puede atormentar a los usuarios. Lo único que funciona con gran eficiencia es el celo de los guardias, que se abalanzan energúmenos sobre la gente, convencidos de que están tratando con la tropa. Una colección de estupideces en nombre de la seguridad.

3. Las huelgas de hambre. Una perla en el jardín de las operías. Se supone que una medida tan extrema debe responder a una convicción tal, que quien se anima, debería estar dispuesto a perder la vida en el trance. Demás está decir que nunca hemos visto perder ni siquiera algunos kilos a los huelguistas de turno, que acuden al absurdo recurso del “relevo”, apenas sienten las primeras molestias después de un par de días de ayuno. Eso, y el secreto a voces que dice que en las huelgas se come más que en un matrimonio, le han restado legitimidad y valor a uno de las principales herramientas de lucha política.

jueves, 24 de marzo de 2011

Al que le quede el guante, que se lo chante (Columna Bajo la Sombra del Olivo-Página Siete 24/03/11)

Otra vez el primerísimo primer mundo occidental, baluarte y paladín de la democracia, la libertad y los derechos humanos, nos ofrece un repulsivo espectáculo de cinismo y doble moral. Los ex amigos del ridículo “líder espiritual” libio de pelo teñido, nuevamente se burlan del mundo entero alegando razones humanitarias para desalojar al régimen que tan bien les sirvió durante tanto tiempo.

Las piruetas y contorsiones éticas y políticas que dan los poderosos, especialmente los norteamericanos como cabeza de comparsa y dueños de éste carnaval, son una demostración patética de la decadencia de occidente. Qué tiempos horribles éstos, en los que ya nadie se toma la mínima molestia en, por lo menos, guardar un poco las formas. Qué época oscura ésta, en la que se supone que tenemos que alegrarnos de que los malos estén sacudiendo a uno, aún peor.

Estas imposturas antes se notaban menos, pero la verdad es que siempre ocurrieron; trátese ya de Noriega, de Pinochet, de Sadam Hussein, de Mubarak, de Bin Laden, o de cualquiera de las fichitas de una lista que podría darle la vuelta al mundo, la historia es siempre más o menos la misma: hoy eres mi protegido, mi preferido, mi predilecto, mi chunculuru palomitoy porque sirves a mis intereses, ya sea asesinando comunistas, persiguiendo terroristas islámicos, manteniendo a raya a los enemigos de Israel, comprándome armas, o protegiendo a mis empresas e inversores.

El día que se te pasa la mano y te vuelves impresentable a los ojos de la comunidad internacional, aparte de hacerme el cojudo y pretender que ni te conozco, te señalo con el dedo y te acuso de dictador, de corrupto y de genocida; pero además te saco la entretela con la venia de las Naciones Unidas, ocupo militarmente tu país, me meto allí para garantizar la “seguridad jurídica” de mis empresas, y además me termino de forrar con la reconstrucción de lo que acabo de destruir. Negocio redondo.

Ya sé que usted no es tonto, y que esto lo sabe de memoria hace mucho tiempo. Hago simplemente este ejercicio medio ocioso, porque me he prometido siempre escribir una columna cuando ocurra una de estas groserías, y sobre todo para señalar nuevamente a los sipayos locales (esos soldados indios al servicio de la corona).

Que el imperio actúe de esa manera es natural, y no puede esperarse una cosa distinta. Para eso es imperio, diría mi amigo Diego Ayo. La fuerza bruta está hecha para usarse, y en la medida en que esto es lo último que le queda al imperio en términos de liderazgo, pues es normal que la ejerza, sacudiendo a alguien cada seis meses (¿Cuándo nos tocará?).

Lo que es para mí inadmisible, es la postura ladina de los sirvientes del imperio. Esos que se llenan la boca elogios moralistas cada vez que el amo hace sonar el látigo. Esos que añoran las épocas de sumisión total a las órdenes del embajador, o de cualquier empleadito de tercer rango. Esos que se esmeraban diligentemente en su disfraz para la fiesta del 4 de julio. Esos que todavía intentan convencernos de que toda esa fantochada que vemos todos los días, es modelo a seguir para nosotros, los salvajes atrasados. Esos que no se sienten en buenas manos si la DEA, la CIA, la NAS y USAID no están acá para señalarnos el camino. Esos que se emocionan hasta las lágrimas con los discursos de Obama, cuando, como hizo anteayer, se da el lujo de pontificar sobre la democracia en Latinoamérica.

Al que le quede el guante, que se lo chante.

domingo, 20 de marzo de 2011

Efectos políticos del deslizamiento (Artículo Suplemento Ideas-Página Siete-20-03-11)

La magnitud del desastre ocasionado por el megadeslizamiento ocurrido en nuestra ciudad, además de llevarse por delante una docena de barrios enteros, podría haber arrasado también con la figura de Luis Revilla. Para espanto de los que ya festejaban en silencio el entierro político del alcalde de La Paz, parece haber ocurrido otra cosa. Superados los momentos más duros de la tragedia, vale la pena detenerse un momento a considerar sus secuelas políticas.

Para la mayoría de los ciudadanos paceños, la elección de Revilla fue un hecho positivo que significó la continuidad de una gestión municipal de diez años, que logró sacar a la sede de gobierno de un pozo de inestabilidad, ineficiencia y corrupción, que todavía hoy recordamos con horror. Con simpatías más o simpatías menos, los paceños reconocemos en la gestión de Juan del Granado el ordenamiento financiero de los recursos de la comuna, su fortalecimiento institucional, la inversión en infraestructuras indispensables (aunque no siempre visibles), y, sobre todo, la recuperación del espíritu de ciudadanía y la fe en nuestra ciudad.

Prueba de ello fue la madura decisión de los paceños, que en las elecciones municipales de abril de 2010, optaron por la continuidad frente a una candidatura oficialista que no pudo ocultar su apetito hegemónico y un incomprensible encono con sus aliados políticos; La Paz, el bastión electoral del MAS por excelencia, castigó en aquella ocasión el desacierto del partido del presidente Morales, y tendió un nuevo escenario político que pretende tener alcances nacionales.

Para el joven sucesor de Juan del Granado, ese remezón electoral le implicó el desafío, no solamente de hacerse cargo de ésta complejísima ciudad, sino de imprimirle a su gestión un sello de personalidad y liderazgo suyos, que le permitieran brillar con luz propia, más allá de la impronta del liderazgo del jefe de su partido. Le dejaron la vara alta, pero además, en condiciones políticas muy distintas a las de su antecesor, es decir un gobierno central herido por su victoria, y dispuesto a cobrar venganza una y otra vez, haciéndole la vida a cuadritos.

No se cumplido todavía ni un año de gestión, y Revilla ya carga encima dos procesos judiciales, el bloqueo de su capacidad de endeudamiento institucional de parte del ministerio de economía, y vaya usted a saber cuántas zancadillas más en el día a día operativo. No se necesita ser clarividente para afirmar que se la tenían jurada, y que, antes de los deslizamientos, la suspensión estaba cantada, y ya se barajaban en los pasillos del poder los nombres de su posible “reemplazante”.

En cuanto a las causas de lo ocurrido, las razones son diversas y de una complejidad estructural, de acuerdo a la opinión de expertos e involucrados en el tema; mucho se ha dicho y mucho se seguirá diciendo al respecto, pero en lo que respecta a éste análisis, no se pueden dejar de destacar dos aspectos fundamentales: la ciudad no tuvo que lamentar la muerte de nadie, y ni siquiera los directamente afectados, responsabilizan a la alcaldía como culpable del hecho. Es realmente notable que no se hubieran registrado víctimas fatales en un derrumbe masivo que afectó una superficie de más de doscientas hectáreas, que destruyó más de mil quinientas casas, que damnificó a seis mil personas, y que, hasta el momento, suma una cuenta de casi cien millones de dólares.

Más que tratarse de una afortunada casualidad, este saldo parece tener más que ver con el reordenamiento de prioridades que realizó la alcaldía el año pasado, orientando sus esfuerzos a la atención de riesgos y a los planes de evacuación de algunas zonas. Es verdad que muchas cosas se pudieron haber hecho mejor, que todavía hay zonas grises entre las responsabilidades de la comuna y de Epsas, que está por verse la sostenibilidad del apoyo municipal a los damnificados, y que habemos todavía decenas de miles de personas sin una gota de agua desde hace tres semanas, pese a la promesa del alcalde de que se restituiría el suministro, por lo menos día por medio.

Pese a todo, y con todo el respeto que los realmente afectados merecen, creo que la alcaldía realizó una buena labor, y que la gente así lo reconoce. Al contrario de lo que ocurrió en Santa Cruz, en donde el derrumbe del edificio Málaga hizo evidente una crisis de identidad y de confianza en la ciudad, en La Paz creo que la tragedia ha servido para confirmar nuestra fortaleza, y la seguridad de que vivimos en un lugar complicadísimo, pero que vamos en la dirección correcta, en términos de construcción de ciudadanía.

Al César, lo que es del César: Revilla ha sabido hasta el momento ponerse a la altura de las circunstancias, y eso le ha significado un cambio de categoría política. A los ojos de mucha gente, con éste reto, el alcalde se ha destetado de la figura de Juan del Granado. Interesante oportunidad para el Movimiento sin Miedo, que suma un nuevo liderazgo de pantalones largos, en un esquema que, hasta el momento, parecía concentrar excesivamente el poder en su jefe y en su esposa, la diputada Marcela Revollo.

Habrá que ver cuál será la actitud del gobierno de aquí en adelante; probablemente tengan que postergar momentáneamente los planes de suspender y encarcelar al alcalde de La Paz, por un papel membretado y la duda de tres mil bolivianos. En estos momentos de dolor y congoja colectivos, nos hacemos un pequeño espacio de optimismo, para darle la bienvenida a nuevos liderazgos, mejor si son de izquierda.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Un viaje de mil millas comienza con un solo paso (Columna Bajo la Sombra del Olivo-Página Siete-16/03/11)

El presidente Morales, de buenas a primeras, ha condenado a muerte al flamante Comandante General de la Policía. En el acto de posesión, lo conminó, ni más ni menos, a erradicar la corrupción de la institución en un plazo de 90 días. Me pregunto cuáles son los planes del primer mandatario, cuando, dentro de tres meses, enfrente la evidencia de que nada, o muy poco, ha cambiado en una institución que arrastra problemas estructurales de corrupción hace más de 50 años. Cuando los medios (los de izquierda y los de derecha), cumplido el plazo fatal, le recuerden al presidente y al comandante la conminación y su respectiva aceptación, me imagino que ambos se verán ante el conflicto de elegir, entre la destitución o la renuncia.

El tema éste de los plazos, recurso utilizado en nuestro medio generalmente con mucha ligereza, me recuerda un caso distinto, ocurrido cerca de aquí, en Chile, con la presidenta Michelle Bachelet. El año 2000, Ricardo Lagos fue elegido presidente de Chile, y en su primer gabinete nombro a Bachelet como su ministra de salud; durante la campaña electoral, Lagos había asumido el compromiso de acabar con las enormes colas de pacientes en los consultorios públicos, en un plazo, justamente de tres meses: ese fue el primer desafío de Bachelet en las ligas mayores de la política.

Pese al escepticismo de un plazo tan corto, la ministra implantó un sistema centralizado de asignación de consultas por teléfono, amplió los horarios de atención a casos prioritarios, y así pudo reducir las filas en un 90%. Era un éxito. Pese a ello, y en la medida en que el objetivo del 100% no se había cumplido, Bachelet honró su compromiso renunciando al cargo. La renuncia no le fue aceptada, y, por el contrario, se la ratificó asignándole la tarea de una reforma estructural del sistema de salud chileno; luego de eso, vino el ministerio de Defensa y la candidatura presidencial. Historia cortita pero ilustrativa de un plazo y un compromiso, entre dos ex presidentes que salieron de La Moneda con aprobaciones superiores al 80%.

¿Usted cree que algo parecido vaya a suceder en el caso que nos ocupa hoy? Seguramente coincidimos en que no será así, simple y llanamente porque la tarea asignada es imposible, pero además, porque el nuevo comandante ha comenzado la utilización de sus escasísimos tres meses de plazo, siéntese por favor, ¡enjuiciando a la periodista Amalia Pando! El mega caso, que fijó las prioridades del general Farfán, estaría relacionado a unos chiquillos, una pelota de fútbol, y un ciudadano que habría cometido el delito de allanamiento para recuperar el balón. El delito de Amalia Pando, monumental e inadmisible, sería el de haberle abierto el micrófono de su programa radial al ciudadano en cuestión, que denuncia un supuesto abuso de poder de parte de Farfán.

Dice el proverbio chino que un viaje de mil millas comienza con un solo paso: me imagino que cuando aparezca la pelota, y Amalia Pando esté detrás de las rejas purgando una condena de 30 años de cárcel, sin derecho a indulto, todos nos sentiremos más seguros y protegidos.

Sabremos que el encargo presidencial y el compromiso del jefe de la Policía no es simple promesa, que no ha caído en saco roto, y que se ha puesto todo el tiempo, la energía y los recursos en lo importante, enjuiciar periodistas.

Dormiremos tranquilos sabiendo que la erradicación de la corrupción en la Policía ha comenzado con un primer paso, firme y decidido.

domingo, 6 de marzo de 2011

Más allá del escándalo (Artícilo Suplemento Ideas-Página Siete-06-03-11)

El hecho de que el ex director de la Fuerza Especial de Lucha contra el Narcotráfico (FELC) y actual responsable del Centro de Información y Generación de Inteligencia (CIGEIN), resultara siendo el jefe de una banda de narcotraficantes, representa un escándalo de proporciones gigantescas, cuyas implicaciones trascienden largamente lo policial y lo político. No se veían en este país escándalos de ese calibre, salpicados de narcotráfico, desde las épocas de Jaime Paz, en las que caían altos jefes policiales, la embajada americana arremetía con todas sus fuerzas, e incluso se encarcelaba a altos dirigentes políticos.

Comencemos por lo más evidente: el detenido era una alta autoridad de una repartición del ministerio de gobierno; la lectura más optimista y la mejor buena fe, como mínimo conduce a pensar que el ministro está en la luna, y no está en condiciones de garantizar los más elementales márgenes de eficiencia y competencia. Lo normal, si es que algo de normal pudiera tener esta circunstancia, es que éste hubiera renunciado inmediatamente, asumiendo la responsabilidad política de un affaire cocinado en el corazón de su ministerio. En ese caso, el presidente hubiera tenido a su vez, la potestad de aceptar, o no, la renuncia.

En la misma lógica, el presidente podía haber enviado una señal política acorde con el tamaño del problema, removiendo al ministro Llorenti, sin renuncia de por medio. Pero ocurre, como en otros casos, que el primer mandatario confirma que sus parámetros para remover a altos funcionarios, solamente responden a la posibilidad de que se les compruebe su participación en actos directos de corrupción. Curiosamente, el gobierno, en casos como éste, se ha entrampado en su propio razonamiento; si destituyen al ministro, de alguna manera lo están implicando en un acto de corrupción, de acuerdo al extraño principio de que solamente se puede echar a alguien por motivos de corrupción. En otras palabras, se han negado la opción de poder destituir a un ministro por simple incompetencia, y no por corrupción.

Otra de las aristas de este bochorno es que, como si fuera poco, no fue el propio gobierno el que pescó al traficante, sino que fue la DEA, esa misma que fue expulsada del país, acusada de estar coludida con el narcotráfico; una verdadera pesadilla para el gobierno y su política antidrogas, que no atina más que a explicar el autogol, insinuando que se trata de otra conspiración.

Lo que realmente preocupa, más allá del autogol, festejado además por la oposición como si se tratara de un gol propio, es esta sensación inquietante de no saber hasta dónde el narcotráfico y sus múltiples facetas, están permeando nuestra economía, nuestra precaria institucionalidad y nuestra sociedad. Una barbaridad como esta provoca en los ciudadanos la angustia de no poder ya distinguir con claridad quienes son delincuentes y quienes son autoridades, y amenaza con convertirse en la antesala de una situación en la que la duda y la desconfianza se apodere de nuestro entorno. Si el policía, el juez, la autoridad, pueden ser cómplices de las mafias, ¿será razonable llegar a pensar que algún banco, alguna gran empresa o el opulento vecino de la casa de al lado están también metidos en el tema?

A falta de datos y de información económica seria acerca de la verdadera incidencia del narcotráfico en la economía, la intuición y la sospecha son el reflejo natural que nos guía, cuando tratamos de encontrarle explicación a la impresionante liquidez que circula a nuestro alrededor. Cuesta por momentos creer que la política de bonos, las remesas del exterior y el contrabando, sean suficientes razones para explicar el gasto descomunal en autos de lujo y en hábitos de consumo y entretenimiento, más propios de un emirato árabe, que de un país en la periferia del tercer mundo. ¿Alcanza nuestro minúsculo aparato productivo para justificar excesos desproporcionados al tamaño de nuestra economía?

A estas dudas corrosivas, les sobreviene el terror que provoca en todos la amenaza del desembarco en nuestro país de carteles extranjeros, que han demostrado ya en sus países de origen, su pericia y sobre todo su ferocidad para ocupar nuevos territorios y mercados. Una cosa eran los conocidos narcos criollos, otra cosa las bandas brasileras o peruanas, y otra muy distinta las poderosas e inclementes corporaciones transnacionales del tráfico de drogas y del lavado de dinero. Los “gueyes” esos no se andan con chiquitas, y tienen el poder económico para comprarse a quien se ponga por delante, y si no pueden por las buenas, pues por las malas pueden llegar a ser exquisitos. ¿Un suceso tan grosero como el del general detenido, nos puede llevar a pensar que ya están operando en Bolivia ligas mayores?

Este problema, que se veía venir desde hace tiempo, se agrava con la proyección de la imagen de un gobierno, que está comenzando a perder rápidamente el control de temas cruciales. Realmente me cuesta creer que no se perciba la magnitud del riesgo que corre la figura del presidente y su legado histórico, si no se actúa en este asunto con la premura y la eficiencia necesarias. El presidente Morales ha dado muestras durante muchos años de haber trascendido ampliamente su condición de dirigente cocalero, y de haber desmentido las temerarias acusaciones que en algún momento hicieran sus detractores en cuanto a presuntos vínculos con el narcotráfico. Por eso mismo, su gobierno no se puede permitir errores en este tema.

jueves, 3 de marzo de 2011

Un lamento más (Columna Bajo la Sombra del Olivo-Página Siete-03-03-11)

No puedo evitar escribir esta semana acerca de los derrumbes que se llevaron por delante nueve barrios de nuestra ciudad. Cuando el tema de coyuntura es demasiado obvio, intento, en la medida de lo posible, evitarlo, y tratarlo más adelante, intentando un enfoque más fresco, que no repita ideas agotadas por la repetición. Todos los columnistas escribiremos sobre el tema, y yo, seguramente seré uno más, diciendo lo mismo; esa será mi manera de desahogarme, y de hacerlo además públicamente, un pequeño privilegio del que gozamos los comunicadores.

Cuando ocurren estas desgracias masivas, el reflejo natural es el de buscar responsables a quienes echarles la culpa de los sucedido. Se busca al culpable sobre quien descargar la ira, el dolor, la frustración y, sobre todo, el miedo. Tiene que haber alguien, algún ingeniero, algún arquitecto, algún funcionario o institución corrupta, alguna autoridad, algún gobierno, alguien a quien responsabilizar. Miramos a nuestro alrededor buscando am quién señalar con el dedo, sin darnos cuenta que culpables somos todos.

Es fácil ceder a la tentación de acusar a la alcaldía que permitió la construcción de casas en lugares increíbles o al vecino que se negó a obedecer la orden de desalojo, de esa misma alcaldía, con la secreta esperanza de que la anunciada tragedia no le llegaría. Menos fácil es ponerse en los zapatos y en el mundo de quienes generalmente sufren estas tragedias. El migrante que llega del campo, o el vecino que vive en ésta ciudad pero en la más cabrona pobreza, que no tiene en realidad otra alternativa que comprarle el terreno sin papeles al loteador inescrupuloso, que construye su casa a duras penas, sin arquitectos ni ingenieros de por medio, a lomo y con la sola ayuda de un ayudante de albañil, que no paga impuestos por que la casa no existe ante la ley, y que, por consiguiente, no puede quejarse no a Dios ni al diablo cuando su casa se licua en la mazamorra.

Es fácil juzgar, desde el altar de la seguridad, la informalidad del humilde, insinuando en el fondo que bien merecido se lo tienen, por resistirse tercamente a “ordenarse”. Menos fácil es tratar de entender que la informalidad no es una cuestión de elección, y que la precariedad permanente no permite el lujo de la formalidad.

Es fácil tratar de convencerse de que estos son problemas de las personas o de las instituciones que no hacen bien su trabajo, pero también es menos fácil asumir que el problema de fondo es que hemos permitido y nos hemos resignado a vivir en una sociedad y en un modelo incapaz de garantizarle lo mínimo a la mayoría de la gente; y claro, como “así nomás es en todo lado”, pues todos callados.

Es fácil consolarse con la conmovedora solidaridad que despiertan estos azotes, sobre todo en los más pobres; con los voluntarios que ponen el hombro, con los empresarios que hacen masivas donaciones de productos (siempre, eso sí, con nota de prensa de por medio), con la gente de a pie que entrega lo que le falta y no lo que le sobra, y con gobiernos, gobernaciones y municipios amigos, que tampoco pierden oportunidad de envira mensajes políticos junto con la ayuda. Menos fácil es, finalmente, es atreverse a afirmar que esta solidaridad, al igual que la beneficencia y la caridad, no son la solución, si no la prueba de que las cosas no funcionan.

Los efectos de la solidaridad duran lo que un fósforo, pues obviamente ésta no es sostenible en el tiempo. ¿Usted se ha preguntado qué fue los damnificados de los barrios que cayeron el año pasado? Así la realidad, la Alcaldía debería comenzar hoy a construir los albergues para las víctimas del próximo año.