Se supone que un proceso
autonómico responde a una profunda y sentida demanda popular. Se supone también
que esa causa debería venir de abajo hacia arriba, y que debería venir
lógicamente acompañada de un tremendo interés de la ciudadanía en el curso de
los hechos.
Me disculparán, pero lo que yo
he visto durante los últimos años es que tanto a la gente como a las dirigencias
regionales, la autonomía les vale un reverendo pepino.
En los papeles parece que
somos muy autónomos, pero nadie muestra estar lo suficientemente involucrado en
el asunto. Ni siquiera Santa Cruz, que fue la punta de lanza del proceso,
parece estar asumiendo a fondo su condición autónoma.
El proceso autonómico terminó
convirtiéndose en un laberinto de mentiras en el que el único beneficiario
sigue siendo el gobierno, que por supuesto es centralista hasta el tuétano, y
que se ha posicionado y ha utilizado el tema de acuerdo a sus intereses
políticos, exclusivamente.
Mirando un poco atrás, todo
indica que el pecado original fue el de no respetar los tiempos de maduración
de un proceso sumamente complejo. Las autonomías fueron introducidas como un
instrumento de presión en la Asamblea Constituyente y, de aquella pulseta en la
que se definían muchas cosas, salió de manera apresurada, un modelo muy
complicado que nos obligó a todos a tomar decisiones para las que no estábamos
preparados.
Ese es uno de los precios a
pagar cuando desde las regiones, también se hace bandera y uso político de
cosas tan importantes y sensibles.
Luego de esa frenética
negociación en la que en semanas se decidieron cosas que deberían tomar años, el
flamante modelo autonómico se ahogó en la chorrera de plata de la época de la
bonanza, y terminó de periclitar bajo el peso de la encamada de las elites
regionales con el gobierno.
El modelo autonómico fue
forzado y nunca pudo sobrevivir a una constitución centralista, a una Ley Marco
de Autonomías centralista y a un gobierno hegemónico ultra centralista.
Por eso cuando el gobierno
intenta enchufarnos a la fuerza unos estatutos absurdos que no dicen nada ni
resuelven nada, se topan con la sorpresa de su vida.
Parte de la gente que votó el
domingo por el NO, lo hizo sencillamente porque no sabía ni siquiera de lo que
se estaba hablando, lo que habla de un rotundo aplazo nuevo Tribunal Supremo
Electoral en su debut, y del ministro de autonomías, que, en lugar de
renunciar, aparece en la televisión bailando con su jefe en Santa Cruz.
Otra parte, no hay quien pueda
negarlo seriamente, votó por el NO como una reacción negativa a la prepotencia
y al autoritarismo del gobierno, que hizo gala de su talante abusivo al
pretender silenciar las voces y posiciones contrarias. Creo que en el fondo la
ciudadanía les cobró el no haber tenido la capacidad de corregir y ser
autocríticos con las razones que originaron su derrota en las elecciones
subnacionales de marzo, y que más bien acentuaran su soberbia persiguiendo a
periodista, medios y oenegés.
Curiosamente fue el propio
gobierno el que pensó que controlando a la mala el proceso, ganaría el SI, y
por tanto apostó a convertir la elección en un plebiscito que le allanara el
camino para la reforma constitucional.
Otra vez se equivocaron en lo
que ya es una larga suma de torpezas políticas, y se colocaron en la peor
situación política desde su llegada al poder. La cara del vice en su triste
actuación del lunes, lo confirma todo.
Un último y revelador dato: en
la peor derrota electoral sufrida por el gobierno, la oposición no participó
activamente. ¿Será ésta la clave del éxito?
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