La cocina fusión puede
resultar algo extraña y desconcertante en nuestro medio si se la entiende
únicamente como la compleja experimentación de chefs vanguardistas de alta
cocina. Para mucha gente el concepto evoca algo de eso: la idea de algo muy
chic, complejo y sofisticado, pero a la vez extraño y ajeno; las imágenes
mentales, desde esa perspectiva, se asocian a las agresivas propuestas que se
pueden ver en la televisión por cable: comida exótica, rebuscada, muchas veces
minimalista, y seguramente cara e inaccesible.
Sin embargo, a pocos se les
viene a la mente una hamburguesa con chorrellana, un pollo frito con yucas y
platanitos, una tucumana con salsas acilantradas y mayonesas al olivo, o
incluso un buen falso conejo, todos ellos también producto de la fusión. Y es
que la fusión no es otra cosa que la mezcla de prácticas culinarias, de estilos
de cocina de otras culturas, así como de ingredientes característicos de otros
países; es el resultado natural de la interacción de gente diversa y de su
cultura.
En el ámbito gastronómico,
el término se acuñó hace más de cuarenta años, en los años setenta en los
Estados Unidos, y especialmente en la ciudad de Nueva York, en dónde migrantes
de todo el mundo en el afán de recrear su comida, utilizaron ingredientes locales
disponibles, obteniendo algo nuevo, pero igualmente válido y legítimo.
En nuestro caso, la fusión
es justamente una característica esencial de nuestra cocina; a la cocina
boliviana típica y tradicional, también la llamamos criolla, es decir nacida en
nuestra tierra, pero con padres europeos y españoles en particular. El largo
camino de mestizaje fue el que le dio forma a nuestra rica gastronomía local,
ensayando mezclas de lo autóctono con lo que llegaba de afuera, tanto en
ingredientes como en técnicas.
Nuestra condición esencial
de mestizos, nos convierte de alguna manera en practicantes permanentes de la
cocina fusión en sus distintas realizaciones. La migración del campo a la
ciudad seguirá generando fusiones en la dinámica propia de las nuevas generaciones;
las migraciones aymaras al oriente y al sur del país también derivarán en algún
momento en nuevas cocinas regionales; nuestra interrupción momentánea con el
océano pacífico tampoco ha impedido que en los últimos años se haya reconocido
nuestra cercanía con el mar, lo que ha derivado en la presencia de mariscos y
pescados mar en nuestros mercados populares, abriendo así otros caminos de
fusión que se pueden saborear en las calles.
Somos, en suma, una sociedad
preparada y afín a la comida fusión, porque el mestizaje nos ha obligado a
realizarla naturalmente, y lo seguirá haciendo en la medida en que no
sucumbamos a la estandarización global.
Ahora bien, la cocina
fusión como segmento gastronómico y categoría de la restauración, es un tema
que recae en los hombros de la nueva comunidad de cocineros, llamados a motivar
al mercado a través de la creatividad y la exploración seria y disciplinada. La
fusión no puede ser simple ocurrencia ni mezcla aleatoria de estito con lo
otrito, y a ver qué sale. La fusión, desde los fuegos de un restaurante,
requiere un profundo conocimiento de las cocinas con las que se va a
experimentar, respeto por su historia y fundamentos, y claridad conceptual en
lo que se quiere comunicar a través de la propuesta; pero ese es otro tema que
da mucho de qué hablar y al que volveremos