La historia reciente de
nuestro sistema político y lo que está ocurriendo en Europa, debería llevarnos
a una profunda reflexión acerca del sistema de representaciones, y debería
reponer el debate no solamente sobre calidad democrática, sino sobre los
preceptos mismos del modelo democrático tal como lo hemos conocido hasta ahora.
Nuestros antecedentes
históricos republicanos, los de Bolivia en particular pero también los de
prácticamente toda la región, están evidentemente marcados por la tiranía y la
dictadura en todas sus formas posibles. Sin detenernos en las causas endógenas
o exógenas que pudieran explicar las enormes dificultades en sostener en el
tiempo un régimen democrático, lo cierto es que ese pasado turbulento y
pendular nos ha caracterizado, descalificándonos de alguna manera en materia
democrática.
La falta de tradición
democrática y la debilidad institucional consecuente, nos han posicionado de
alguna manera como aprendices portadores de un retraso estructural, que
conspira sistemáticamente con nuestra vocación democrática que, a la luz de esa
misma historia, tiene rasgos de obsesión.
No ocurre lo mismo con las
democracias del primer mundo que, justamente en virtud a su larga maduración y
al desarrollo de un sólido aparato institucional, supuestamente deberían
encontrarse en un estadio de perfeccionamiento digno de imitar, e incluso
importar.
Sin embargo las cosas no son
tan así. Detrás de la crisis económica que azota a los países desarrollados
(económica y políticamente), no han tardado en aflorar, como era previsible, querellas
y cuestionamientos al sistema político. Los descontentos y las indignaciones en
relación al descalabro de las finanzas nacionales y a la pauperización de las
economías familiares, se han volcado rápidamente hacia el sistema político,
poniendo en tela de juicio el mismo modelo democrático.
Las razones de este súbito
desencanto son bastante fáciles de explicar desde la perspectiva de un
ciudadano europeo que se da cuenta de que, en la práctica, da estrictamente
igual votar por la derecha o por la izquierda, en la medida que el resultado
será preocupantemente parecido; la fuerza de los poderes supra políticos y
supra nacionales, se ha hecho ya demasiado evidente, poniendo en jaque los
principios de representación y, aún más, el sentido de la democracia.
El peso creciente y
definitivo de los grupos de poder financiero, industrial y religioso, entre
otros, ha evidenciado de manera grotesca que la democracia que se ha construido
en las últimas décadas es ya insoportablemente permeable a los intereses
corporativos, y que el sistema de representación partidaria se ha convertido
también en un agente de intermediación de esos intereses. El ciudadano se está
desayunando con un corporativismo cada vez más tenaz, que ha atravesado todo el
sistema y ha perdido incluso el cuidado en las formas.
Seguramente esto ya lo
sabían o lo sospechaban hace tiempo, y estuvieron dispuestos a soportarlo, claro,
mientras las cosas funcionaban bien. Ahora que los resultados muestran lo
contrario, surge la necesidad de señalar con el dedo no solamente a quienes
deben administrar la crisis, sino a las fuerzas ocultas que han contaminado el
modelo hasta volverlo irreconocible.
En el caso nuestro el tema
no se presenta tan catastrófico pues nos encontramos justamente en medio de un
intento de reconstruir un modelo, luego de haber hecho tabla rasa con el viejo
esquema. El proceso constituyente encauzó algunas de sus líneas de fuerza en
una nueva constitución que rescata formas alternativas de democracia, legítimas
y maduras, por lo menos en el papel.
Las propuestas de democracia
directa y comunitaria, así como las nuevas formas de representación
reconocidas, recogen parte de nuestros anhelos y frustraciones, debatiéndose
todavía entre lo enunciativo y lo real. Hoy, ante los ojos de las democracias
desarrolladas en caída libre, podríamos ser inclusive un experimento interesante.
En casa, lamentablemente estamos viendo como el corporativismo se impone
nuevamente sobre los postulados teóricos que apuntan hacia una democracia más
sana. El conflicto del TIPNIS es una prueba de cuerpo entero de ello.
Pero no seremos nosotros los
que tiremos la línea desde el confín del mundo, en un tema tan crucial. Tendrá
que ser la crisis inmobiliaria-financiera-económica-político-sistémica del
primer mundo la que, cuando toque fondo, instale una discusión que hoy todavía
puede parecer atrevida y políticamente incorrecta: la revisión a fondo del
sistema democrático y la búsqueda de la recuperación de su verdadera esencia.
Vale la pena aclarar
finalmente, que estas reflexiones no las hago en la clave ideológica de ciertas
corrientes de pensamiento clásico que se han caracterizado por su acida crítica
a la “democracia burguesa”. Considero más bien, que el camino es una revisión
desprejuiciada de los preceptos básicos de la democracia, que no responda
necesariamente a posiciones dogmáticas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario