Este 16 de julio sentí, más
que en años anteriores, un especial júbilo expresado por quienes saben lo que
es vivir en esta hermosa ciudad. Paceños y no paceños, residentes y
expatriados, no ahorraron elogios y palabras de cariño para La Paz en su
aniversario; mi termómetro fue esta vez el “caralibro”, más bien conocido por
todos como Facebook, en el que miles de estantes y habitantes sacaron pecho por
la ínclita, y otros tantos que están lejos, se desahogaron con mensajes de
añoranza.
Qué rico es que, pese a las
adversidades típicas de una ciudad grande y pese al merecido estigma de ser el
epicentro del conflicto y del enfrentamiento al poder, la gente valore
auténticamente, y sin complejos, las bondades de este grandioso agujero, que de
alguna manera condensa todo lo bueno que tiene el país. Algo especial tiene
nomás esta sede de gobiernos y desgobiernos, que nos sigue cautivando con sus
rostros diversos y cambiantes, pero siempre provistos de una energía única,
ante la cual nadie queda indiferente.
Me llamó también mucho la
atención advertir en el vendaval de mensajes feisbuqueros alusivos a La Paz, la
cantidad de comentarios referidos a la comida; el fervor cívico y la invitación
al festejo pusieron cara de guía gastronómica, denotando así que, para muchos,
la mejor manera de rendir homenajes, es a través del morfe. El Chairito
salpicado de cueritos de chancho y precedido del mote de habas con queso,
expresa mucho más que las estrofas de un himno, y el Plato Paceño, con o sin
asado, eleva más que la iza de una bandera.
A la lista de platitos
propicios para la ocasión, se sumó igualmente la recomendación de lugares emblemáticos
como la fricasería La Salud o Las Velas; la verdad, yo también recuerdo con
nostalgia las incursiones con mi padre a la Plaza Alexander, de las cuales mi
madre no podía enterarse, y los memorables finales de noche en el Parque de los
Monos, los que igualmente debía mantener en secreto, tanto de mi madre como de
mi padre. Pero seamos francos, a estas alturas esos lugares, por muy tradicionales
que puedan ser, son para mí historia, pues ni mi ritmo de vida ni mi salud me
permiten seguir frecuentándolos. Entre las referencias gastronómicas de mis
contemporáneos y la oferta actual de nuevos sitios, hay un vacío que toca
descubrir.
Pero igual me asaltan un
montón de dudas: ¿Será que mis amigos del Facebook son todos unos jovatos de mi
tanda que, como yo, evocan lugares del pasado? ¿Será que ni siquiera sabemos
dónde es que se comen ahora esos platos, porque la comida típica la comemos en
casa? ¿Será realmente cierto que aún seguimos disfrutando cotidianamente de
nuestra gastronomía en casa, o solamente se nos ocurre hacerlo durante las
fiestas nacionales? ¿Será que en los muros de las nuevas generaciones se
postearon tantas fotos de anticuchos o llauchas, como en el mío? ¿Será,
finalmente, nuestro apego a la comida criolla un orgullo en vías de extinción
frente a la variada oferta internacional y a la comida rápida?
Seguramente habrá que buscar
las respuestas a estas interrogantes en nuestros hijos, y ver si en sus nuevos
hábitos han guardado algún espacio para esa identidad culinaria que a usted y a
mí nos caracteriza y nos explica, sin necesidad de hablar siquiera. En ellos
veremos realmente si un rasgo tan esencial de nuestra idiosincrasia se diluye,
o bien se reinventa con nuevas características. Clarito será; mientras tanto,
¡buen provecho y larga vida a los amantes y conocedores de nuestra cocina!
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