jueves, 13 de febrero de 2014

Nuestra conciencia frente a los desastres “naturales” (Columna Bajo la Sombra del Olivo-Página Siete-13-02-14)

Una vez más todos nos encontramos afligidos por lo que hemos decidido llamar desastres naturales. Inundaciones, aluviones, turbiones, deslizamientos y una larga lista de calamidades atribuidos a la naturaleza, azotan al país, arrasando con todo lo que encuentran a su paso y cobrando innumerables vidas; lo más afectados, como siempre, son generalmente los ciudadanos más humildes, esos a los que les tomará media vida recuperarse de la calamidad. La violencia del clima nos desconcierta recurrentemente y nos lleva siempre a intentar hacer memoria, mirar hacia atrás e intentar recordar el clima en el pasado. ¿Así siempre era? ¿Será que antes ocurrían las mismas cosas pero no nos enterábamos mucho porque no vivíamos en la sociedad de la información? ¿O será que antes no nos interesábamos tanto o no nos importaban estas cosas? Esa duda latente persiste en nuestro subconsciente, enfrentándose a nuestro sentido común, seguramente a causa de la difusa discusión en torno a temas como el calentamiento global y el cambio climático. Digo que el debate es poco claro porque en el fondo parece que no estamos completamente convencidos de la relación entre la economía humana y el comportamiento del clima. Me dirá usted que no hay dónde perderse, ya que existe suficiente base científica que establece que estamos alterando el equilibrio climático; pero el detalle está en que, pese a los que muchos piensan, la ciencia no es neutral. Nunca lo fue y probablemente nunca lo será; la ciencia, lejos de ser rígida y contundente, también puede estar al servicio de ideologías, religiones, y claro que sí, de intereses económicos. Y así estamos, dudando todavía entre la idea de que el actual rumbo de la civilización moderna es insostenible, y la otra que nos dice que los ciclos del clima son mucho más largos de lo que creemos saber, que la mano del hombre no es la responsable, y que por la tanto podemos dormir con la conciencia tranquila. Más allá de las disquisiciones científicas, a mí el sentido común me dice que la depredación indiscriminada de la naturaleza a gran escala y el irrespeto impune del capital hacia el medio ambiente, por lógica tienen que traer consecuencias proporcionales, cuyos efectos no tenemos la menor idea de cómo administrar. Si usted coincide conmigo y considera que algo se debe hacer al respecto, eso me alegra pero le tengo malas noticias. Mi pesimismo radica en que la toma de conciencia ecológica, reducida a una serie de clichés, es absolutamente insuficiente y no sirve de mucho. No es dejando de quemar unos tronquitos la noche de San Juan o montándose en su bicicleta el día del peatón o evitando el uso de bolsas nylon, que se va a hacer una diferencia. Creo fervientemente que la verdadera toma de conciencia ecológica supone poner en cuestión el paradigma del progreso en el que se halla embarcado la gran parte del mundo; eso implica revisar crudamente nuestros hábitos de consumo y acumulación, en el entendido de que obviamente nuestro planeta no resistirá al crecimiento de miles de millones de personas, que anhelan vivir como en el primer mundo. Soy pesimista porque creo que esa toma de conciencia significaría atentar contra los principios esenciales y contra la medula espinal del capitalismo, y eso me suena, por el momento, a misión imposible. Lo otro, es decir el ecologismo de salón, es solamente una panacea que nos ayuda a calmar la conciencia: tomarse el tema en serio implica revisar nuestro modo de vida, y eso sí lo veo bien difícil.

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