La clásica conversación de
los paceños de la zona Sur en relación a la ciudad de El Alto cuando les toca
pasar por allí, generalmente en su paso hacia el aeropuerto o hacia un viaje
terrestre al exterior, gira en torno al caos y al desorden reinante. Con aires
de superioridad y desprecio, los sureños de la sede de gobierno se regodean
criticando ferozmente la dinámica aparentemente anárquica de una ciudad que
para ellos, representa la antítesis de la modernidad.
La conducta de los choferes,
la masiva presencia de actividades económicas informales y/o ilegales, es
estado de las vías y la predominancia de indígenas, tiende casi siempre a
exacerbar los impulsos coloniales y racistas de los paceños del sur, que
derivan en apresurados análisis sociológicos; las lapidarias conclusiones desde
la comodidad del auto generalmente rematan en consabidos clichés, tales como “con
ésta gente éste país no tiene remedio” o “no hay caso con estos salvajes y por
eso nunca llegaremos a ser ni siquiera como nuestros vecinos chilenos o
argentinos”.
Con el dedo acusador y
burlón, seguramente es difícil valorar en su justa dimensión a una ciudad que
veinte años atrás era calificada como una bomba de tiempo social, y que hoy,
pese a sus grandes problemas, es uno de los motores económicos más importantes
del país. Una ciudad de migrantes donde conviven lógicas culturales rurales y
urbanas, que tuvo que aprender a organizarse sola, a espaldas del estado, y
que, contra todas las adversidades, trabaja y produce mucho más que otras urbes
más privilegiadas.
Juzgando las maneras de los
alteños, los paceños “bien” expían sus demonios internos y se reafirman como
ciudadanos civilizados y por tanto superiores, pero curiosamente, cuando
regresan a su barrio, actúan de manera asombrosamente similar a la de esos “salvajes”.
En un contexto más coqueto y de primer mundo, los reflejos no distan mucho de
lo que ocurre en El Alto. La señora copetuda a bordo del autazo en San Miguel,
se ríe de janeiro en las normas de tránsito y parquea donde se le da la
regalada gana; unos pasos más allá, el jovenzuelo primermundista para el auto
en tercera fila y pide a gritos desde su ventanilla que el puestero le venda el
blu-ray pirata, producido en El Alto; más allacito hay alguien sobornando a un
policía, colándose en una fila, y más acacito hay otro mamando impuestos,
buscando un negocito con el estado, siempre por el camino más corto y fácil.
En la parte “presentable” de
la ciudad a los extranjeros, se pretende que se vive como en un país moderno y
civilizado, de acuerdo a nuestras más caras aspiraciones, pero se actúa nomás
igualito que aquellos a los que consideramos unos salvajes sin remedio.
No pretendo con ésta líneas
ningún análisis sociológico de fondo,
sino simplemente que nos dejemos de joder con los típicos estereotipos cargados
de prejuicios racistas, y nos reconozcamos con un poco de honestidad
intelectual, en nuestros actos y en nuestra falta de urbanidad y de ciudadanía.
No hay nada mejor que el espejo propio como antídoto al comentario fácil y al
deslinde de nuestras responsabilidades cuando se trata de juzgar al resto.