jueves, 23 de mayo de 2013

Mirándonos con la boca (Columna Bajo la Sombra del Olivo-Pagína Siete-23/05/13)


Somos lo que comemos. O dicho de otra forma, nuestra comida de todos los días explica con tremenda claridad y contundencia nuestra identidad, nuestra posición, y nuestro lugar en el mundo; un tenedor y una cuchara, o una marraqueta y un trozo de queso, seguramente nos expresan mejor que un voto en una urna o que un partido de fútbol de nuestra selección.
Mirándonos, no con los ojos, sino con la boca y con el estómago, tengo la certeza de que somos un gran país; los bolivianos no solamente tenemos una riquísima gastronomía, sino que además comemos bien; seguramente nuestro mercado gastronómico no ha tenido el mismo desarrollo que el de otros países, y quién sabe, es posible que esto se deba en parte a que, en las cocinas de nuestras casas siempre hemos hecho las cosas muy bien.
Qué hermoso es escuchar una y mil veces, desde cualquier estrato social o económico, que el mejor ají de fideo o la mejor lasaña que se puede encontrar en la ciudad, son los que cada quién dice que prepara en casa. ¡Tres hurras por esa hermosa convicción de que el mejor restaurante lo tiene cada uno en su cocina, con empleada, sin empleada, o como casi siempre ocurre, en simbiosis y méritos compartidos con la empleada!
En las clásicas conversaciones en torno a en qué país se come bien o mal, siempre he dicho que, para saberlo realmente, el camino no pasa solamente por visitar los mejores restaurantes, y tampoco alcanza con probar la comida popular que se vende en las calles. El mejor ejercicio consiste en caerle de improviso, a la hora del almuerzo o de la comida, a un ciudadano normalito de clase media; mejor si es el chofer del taxi, o la secretaria o el mensajero de la oficina, si el viaje es por razones de trabajo. Allí veremos realmente si en ese país se come bien o mal, si la comida es rica o fea, y a partir de allí, le aseguro, veremos muchas otras cosas más, pues la comida habla por sí sola en los códigos y lenguajes universales más fáciles de entender.
En el comedor de esa familia boliviana elegida al azar en un día ordinario de semana, cualquiera podrá ver que el ama de casa realiza a diario milagros económicos y pequeñas hazañas gastronómicas; cualquiera constatará el esfuerzo de una comida sana y completa para los hijos, franqueando con creatividad los obstáculos que significan las constantes elevaciones de los precios de los alimentos más básicos; cualquiera constatará el arraigo y la pasión por la cocina criolla y el respeto a las tradiciones familiares, conjugadas con la soltura y la audacia cuando se trata de entrarle a los clásicos de le comida internacional; lo que cualquiera verá será, en suma, tradición, diversidad y ansiosa creatividad, cosa que nada tiene que ver con la condena a la repetición sistemática de la milanesa con papas fritas.
¡Enhorabuena! Algo hemos hecho muy bien los bolivianos, que nos permite seguir comiendo sabroso y que nos hace darle batalla diaria a la amenaza constante de la globalización mal asumida. Esa es una victoria silenciosa, anónima y colectiva que debería llenarnos de orgullo; orgullo a prueba de balas en la medida en que allí no importan ni nuestras diferencias políticas, ni nuestras diferencias regionales, ni nuestros credos religiosos, ni el color de nuestra piel. En ese rasgo común, sin darnos cuenta, sumamos todos y, por si fuera poco, lo hacemos con mucho gusto.  
     

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