jueves, 11 de abril de 2013

Oh Maggie, ¿qué es lo que hemos hecho? (Columna Bajo la Sombra del Olivo-Página Siete-11/04/13)


Cada vez que muere alguien con fama de cabrón, o cabrona, se reabre la discusión acerca de la pertinencia de hablar mal de alguien que acaba de morir. Esto ocurre porque, nos guste o no, la muerte marca nomás un momento de ajuste de cuentas no solamente con nuestro creador, sino también con nuestra sociedad y con la historia. Cuando muere algún personaje influyente, siempre notable para algunos y deleznable para otros, es difícil dejar de hacer el clásico balance de sus luces y sus sombras, aunque a veces éste resulte apresurado y prematuro.
Otra cosa muy distinta es, sin embargo, desear públicamente la muerte de alguien o alegrarse por su muerte. Yo me encuentro entre los que consideran que festejar la muerte de una persona es, además de una señal de fanatismo ciego, irrespetuoso y de mal gusto; no importa si el occiso es Osama Bin Laden o el más villano entre los villanos; salir a la calle a tocar bocina y a bailar me parece un reflejo de ignorancia y ordinarez.
En el otro extremo, detesto también el falso respeto y la apología gratuita, a menudo justificados por la compasión en clave de convención social. Ni lo uno ni lo otro; me parece que cuando le toca la hora a alguien de alto perfil que se ha ganado a pulso su reputación, hay que decir nomás las cosas, aunque no suenen bonitas.
Esta semana le tocó a la Thatcher y lo primero que diré es que estará mejor la señora en el otro lado, luego de haber padecido durante años una desgarradora demencia senil; esa enfermedad, imagino debe de ser especialmente cruel con quienes han ejercido el poder desde el agudo intelecto.
Luego diré lo ineludible; la “Dama de Hierro”, junto a Ronald Reagan, su media naranja y al terrible Juan Pablo II, fueron el trio de oro responsable de haber dejado a medio mundo a merced del salvaje neoliberalismo. Se cargaron al indefendible socialismo soviético, pero al mismo tiempo impusieron la tiranía del capital y del mercado como dogma de fe.
La salada factura del aplastamiento de los sindicatos y de la sociedad civil, de la privatización de los servicio básicos, de le flexibilización laboral y del reino impune de la banca y de las grandes corporaciones, la están pagando recién ahora en el primer mundo, pero nosotros, los de los márgenes, fuimos los primeritos.
En Bolivia, como siempre adelantada y precursora, los sipayos madeinusa levantaron cabeza protegidos por la licencia para matar otorgada por los organismos internacionales, y se apresuraron en encachufarnos a cualquier costo el modelito vencedor para que aterrizaran los dueños del mundo. La victoria liberal y el “fin de la historia” proclamado en virtud a la hazaña de ese funesto trío, se tradujo en un capítulo más de nuestra historia colonial, con los resultados que todos conocemos. El legado de doña Maggie en estos pagos, en síntesis, no fue poca cosa.
La recuperación del orgullo imperial británico también se dio a costa  de los latinoamericanos; la ejemplarizadora sentada  de mano a los argentinos en la guerra de las Malvinas tuvo mucho que ver en el asunto, sin subestimar, claro, el rol de otro amigo íntimo de la Primera Ministra inglesa, ni más ni menos que Augusto Pinochet, a quien defendió con uñas y dientes cuando la justicia internacional intentó juzgarlo por sus crímenes de lesa humanidad.
Me permito cerrar con algo de humor negro, reproduciendo un mordaz comentario del Facebook a propósito de las exequias de la Thatcher: “Una duda lógica: ¿van a enterrar a la Dama, o la van a fundir?”.

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