Cada vez que muere alguien
con fama de cabrón, o cabrona, se reabre la discusión acerca de la pertinencia
de hablar mal de alguien que acaba de morir. Esto ocurre porque, nos guste o
no, la muerte marca nomás un momento de ajuste de cuentas no solamente con
nuestro creador, sino también con nuestra sociedad y con la historia. Cuando
muere algún personaje influyente, siempre notable para algunos y deleznable
para otros, es difícil dejar de hacer el clásico balance de sus luces y sus
sombras, aunque a veces éste resulte apresurado y prematuro.
Otra cosa muy distinta es,
sin embargo, desear públicamente la muerte de alguien o alegrarse por su
muerte. Yo me encuentro entre los que consideran que festejar la muerte de una
persona es, además de una señal de fanatismo ciego, irrespetuoso y de mal gusto;
no importa si el occiso es Osama Bin Laden o el más villano entre los villanos;
salir a la calle a tocar bocina y a bailar me parece un reflejo de ignorancia y
ordinarez.
En el otro extremo, detesto
también el falso respeto y la apología gratuita, a menudo justificados por la
compasión en clave de convención social. Ni lo uno ni lo otro; me parece que
cuando le toca la hora a alguien de alto perfil que se ha ganado a pulso su
reputación, hay que decir nomás las cosas, aunque no suenen bonitas.
Esta semana le tocó a la
Thatcher y lo primero que diré es que estará mejor la señora en el otro lado,
luego de haber padecido durante años una desgarradora demencia senil; esa
enfermedad, imagino debe de ser especialmente cruel con quienes han ejercido el
poder desde el agudo intelecto.
Luego diré lo ineludible; la
“Dama de Hierro”, junto a Ronald Reagan, su media naranja y al terrible Juan
Pablo II, fueron el trio de oro responsable de haber dejado a medio mundo a
merced del salvaje neoliberalismo. Se cargaron al indefendible socialismo
soviético, pero al mismo tiempo impusieron la tiranía del capital y del mercado
como dogma de fe.
La salada factura del
aplastamiento de los sindicatos y de la sociedad civil, de la privatización de
los servicio básicos, de le flexibilización laboral y del reino impune de la
banca y de las grandes corporaciones, la están pagando recién ahora en el
primer mundo, pero nosotros, los de los márgenes, fuimos los primeritos.
En Bolivia, como siempre
adelantada y precursora, los sipayos madeinusa
levantaron cabeza protegidos por la licencia para matar otorgada por los
organismos internacionales, y se apresuraron en encachufarnos a cualquier costo
el modelito vencedor para que aterrizaran los dueños del mundo. La victoria
liberal y el “fin de la historia” proclamado en virtud a la hazaña de ese funesto
trío, se tradujo en un capítulo más de nuestra historia colonial, con los
resultados que todos conocemos. El legado de doña Maggie en estos pagos, en
síntesis, no fue poca cosa.
La recuperación del orgullo
imperial británico también se dio a costa de los latinoamericanos; la ejemplarizadora
sentada de mano a los argentinos en la
guerra de las Malvinas tuvo mucho que ver en el asunto, sin subestimar, claro,
el rol de otro amigo íntimo de la Primera Ministra inglesa, ni más ni menos que
Augusto Pinochet, a quien defendió con uñas y dientes cuando la justicia
internacional intentó juzgarlo por sus crímenes de lesa humanidad.
Me permito cerrar con algo
de humor negro, reproduciendo un mordaz comentario del Facebook a propósito de
las exequias de la Thatcher: “Una duda lógica: ¿van a enterrar a la Dama, o la
van a fundir?”.