jueves, 13 de octubre de 2016

Los “malditos” partidos políticos (Columna Bajo la Sombra del Olivo - Página Siete - 13/10/16)

En esta semana en la que se ha celebrado sin mucho entusiasmo ni convicción 34 años de democracia ininterrumpida, en un país que arrastraba una larga tradición golpista y tiránica, los que se acordaron no dejaron pasar la oportunidad de disparar contra los partidos políticos del pasado.

Un tiro seguro me dirá usted, en la medida en que todos recordamos todavía con claridad los vicios en los que cayeron aquellos partidos; vicios tan gruesos y tan sistemáticos, que terminaron por causar el colapso de todo el sistema político.

Si pues, el solo recuerdo de aquellas prácticas nos pone un poco la piel de gallina, pero déjeme decirle que, aunque no lo parezca, ahora estamos peor. Y hay que decirlo, a riesgo de que los comisarios de la verdad intenten torcer esta reflexión, y me acusen de nostálgico y reaccionario.

El problema es que ninguna democracia puede funcionar adecuadamente sin un sistema de representación política que gestione de manera mínimamente eficiente, las demandas sociales.

Luego del derrumbe del viejo sistema, el sistema de representación pudo funcionar porque la intermediación entre la ciudadanía y el poder fue provisionalmente reemplazada por movimientos sociales y medios de comunicación.

Ese periodo fue refrescante y enriquecedor, y muchos resultados fueron positivos para la calidad de nuestra democracia, que salía de una profunda crisis de representación, entre otras cosas.

Pero claro, eso no duró mucho, porque sencillamente no podía durar. Los movimientos sociales, una vez cumplidos en apariencia los objetivos que les dieron origen, se convirtieron en organizaciones sociales, que progresivamente se envilecieron, convirtiéndose en grupos de interés corporativo, entregados al prebendalismo gubernamental. El mismo gobierno se ocupó de cooptarlos, dividirlos y utilizarlos según las necesidades políticas del momento.

Los medios de comunicación, que forzaron de alguna manera su rol mediador, naturalmente no pudieron sostener esa situación; unos tranzaron con el poder, otros fueron comprados indirectamente por el gobierno y los menos volvieron a su función original.

Y es así que hoy nuestra democracia funciona a duras penas, casi sin sistema de representación.

El MAS nunca fue realmente un partido político, y hoy muestra de manera descarnada su verdadera naturaleza: un nido donde se administran privilegios y prebendas corporativas, para mantener el poder.

Los partidos que hoy fungen como tales, no son ni siquiera una pálida imitación de lo que fueron sus antecesores, en sus buenos momentos, que por su puesto los tuvieron antes de convertirse en maquinarias meramente electorales. Siguen sufriendo además de los mismos vicios del pasado, pero en chiquito.

El caudillismo sigue intacto, no han podido generar los mecanismos de reconocimiento entre el estado y la sociedad, no encauzan las demandas y las tensiones de los sectores ni las regiones hacia una propuesta nacional coherente, probablemente porque la mayoría de los partidos en formación son todavía proyectos regionales; tampoco han podido leer e interpretar la nueva realidad política del país, y mucho menos proyectarla a futuro.

Ni el MAS ni los partidos de oposición forman ni cuentan con cuadros, ni con la representación de jóvenes y mujeres urbanos y rurales, que la realidad demanda.

Los colectivos ciudadanos y todas las otras formas de política ciudadana que han surgido, sobre todo a partir del desafío del 21F, también han llenado parcial y momentáneamente el vacío de representación, pero tienden a diluirse y debilitarse en condiciones no electorales.

Cualquier futuro deseable y sostenible pasa nomás entonces por el fortalecimiento orgánico, tanto de los colectivos ciudadanos como de los partidos, el MAS incluido.
   
   

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