jueves, 27 de marzo de 2014

La quimera de la igualdad de derechos y obligaciones (Columna Bajo la Sombra del Olivo-Página Siete-27/03/14)

Vivimos en un país singular, no cabe duda, en el que la norma y la ley no es la misma para todos. Una misma actividad es regulada de una manera para unos, y de manera distinta para otros, planteándonos de esa forma la interrogante permanente acerca del sentido del sistema y peor aún, de la sospecha de la tácita aceptación de que hay ciudadanos de primera, de segunda, y también de tercera. La manera en la que pagamos nuestros impuestos retrata dramáticamente una parte de este extraño modelo, construido a sobre saltos y a merced del péndulo de las contradictorias corrientes dominantes durante los últimos cincuenta años. Una pequeña fracción de ciudadanos, cuya actividad fue definida por alguien en algún momento como “formal”, carga en sus espaldas el peso de una presión tributaria creciente y digna de un país del primer mundo. Las entidades recaudadoras de impuestos, tanto nacionales como municipales, se han convertido en máquinas súper eficientes que no dejan pasar un solo detalle, y que aprietan cada día con mayor tenacidad a los contribuyentes. Eso está muy bien y no debiera ser motivo de queja para nadie. El problema es que no se puede avanzar en lo más importante, es decir la construcción de una cultura tributaria colectiva, por la sencilla razón de que todos sabemos que en el fondo no es ni justo ni razonable, que muchísimos otros vivan tranquilos pagando centavos por su engañosa condición de informales o por su pertenencia a un grupo de poder corporativo. La tienda de barrio de la esquina, el dueño de la empresa de radiotaxis, la casera dueña de tres puestos en el mercado, el dueño del tractor para construcciones, el comerciante de electrónicos de la Eloy Salmón, el cooperativista minero, o el agricultor cocalero, son solo algunos pocos ejemplos de millones de personas que contribuyen con muy poco o con nada, y que en algunos casos acumulan fortunas millonarias. Igual o parecido ocurre con el ingenuo ciudadano que invierte en un snack o un restaurante, y debe cumplir rigurosamente con una infinidad de normas y requisitos, mientras pasos más allá el puesto callejero de almuerzos, con mesas y sombrillas, hace lo mismo sin control alguno, estableciendo además, el concepto de que quienes consumen allí son ciudadanos de segunda, que no merecen que se controle a su proveedor. Podríamos seguir indefinidamente citando ejemplos en los que se evidencia que vivimos en una sociedad en la que se miden con distintas varas, las mismas cosas, dependiendo del pecador. ¿Es posible un país en el que el concepto de derechos y obligaciones siga arrastrando deformaciones tan grandes? ¿Es este un desarrollo natural, considerando nuestro brutal pasado de exclusiones y racismo? ¿Es este el reflejo cabal de un país históricamente injusto y desigual? ¿O será más bien que mis preocupaciones son demasiado burguesas y liberales? ¿Será que la ilusión de la igualdad secante de una ciudadanía homogenizada es un espejismo que debemos superar? ¿Estamos en el medio de un largo y complejo proceso que todavía no sabemos comprender a cabalidad? Muchas preguntas y pocas respuestas mientras no se dilucide el rumbo definitivo del país, que, por el momento, parece nomás encaminado al capitalismo y al libre mercado, y en el que, por consiguiente, estas anomalías tienen cara de injusticia y competencia desleal.

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